Una cola de turistas. | Alejandro Mellon

Con el empacho turístico hemos pasado del dorado estío al doloroso hastío. El impresionante éxito turístico, junto a una pésima planificación (falta de previsión política más allá de los cuatro años de ronda electoral), nos ha llevado a una masificación contra la que hoy muchos se rebelan. ¿Están nativos y residentes hartos del turismo del que mayoritariamente viven? Y otra cuestión, no menos inquietante para la economía isleña: ¿Podrían llegar los turistas a cansarse de Ibiza? En ese caso, como en el poema de Kavafis, ¿qué haríamos sin los bárbaros?

En la tolerante Ibiza turistas y nativos no son enemigos siempre que haya cortesía y sentido común. Y ya ambas especies hablan de que serían buenos ciertos cupos para evitar la saturación. Los políticos estudian cambios importantes que tal vez se atrevan a adoptar. Pero ahora mismo, para aguantar decentemente la avalancha turística y lograr cierta calidad de vida estival, urge que los ayuntamientos tengan voluntad de hacer cumplir las ordenanzas, luchar efectivamente contra la enervante contaminación acústica, tan contagiosa, de muchos garitos y party boats, promover un urbanismo inteligente y armonioso, vivienda de protección oficial incluida, ayudas al alquiler, y mejorar sustancialmente la seguridad y la limpieza.   

Sería justo un régimen fiscal parecido al de Canarias, que las Baleares también son islas. O un carné descuento para el ocio del residente, pues los precios tan disparados solo son aptos para el visitante de seis días anhelante por gastar los ahorros de todo el año; y eso promueve un muy aburrido apartheid turístico.

Ya dijo el políticamente incorrecto duque de Edimburgo a una asombrada ministra eslovena que el turismo es el factor que más prostituye el mundo. Eso es incuestionable, pero podría ser menos descarado en nuestra deliciosa Ibiza.