Ley seca. | Pixabay

La reacción británica a la prohibición de beber alcohol en las calles del esplendoroso San Antonio ha sido como el aullido del yonqui al que birlan la dosis. «¡Están matando Ibiza!», acusan desolados; y observan con recelo la amenaza a su ya tradicional modus vivendi en zonas turísticas donde, a cambio de libras esterlinas, disponen de carte blanche para hacer todo aquello prohibido en su ordenada patria.

Otros piensan que a Ibiza la está matando tanto hooligan, ya sea de categoría lujo o cutre, pues salvo el bolsillo no hay tanta diferencia. De momento los políticos pretenden imponer multas tremendas para quien beba en la calle, pero se lavan las manos contra los inaguantables excesos decibélicos de tanta discoteca camuflada de hotel o beach club.

Algunos tildan la medida de draconiana, pero tampoco es comparable a la Ley Seca, cuando en los democráticos Estados Unidos prohibieron el alcohol en la calle y en la casa durante trece años muy largos. Ese fue el momento dorado de los gangster, de la fortuna Kennedy, del alcohol adulterado, del mayor subidón de cirróticos, del jazz y las fabulosas fiestas a lo gran Gatsby, cuando algún genio dipsómano inventa el Long Island Ice Tea, grandioso simulacro de beber té helado al borde de la piscina, pues la ilusionante infusión mezcla vodka, ginebra, ron blanco, cointreau, zumo de lima y un chorrito de cocacola para adquirir el tono adecuado. El resultado es delicioso como el beso de una perversa    nínfula y tan mortífero como un directo de Tyson.

Los tiempos han cambiado y ahora se estila el Tampvodka, que garantiza una curda barata e instantánea: consiste en empapar un támpax con vodka y emplearlo como mejor convenga. Mientras tanto, los gangster extienden su agosto.