Las imágenes del simbólico linchamiento de un pelele representando supuestamente a Pedro Sánchez me repugnan. Igual me pasa con las letras de las canciones de Valtònyc, con la quema de banderas, con la deshumanización del adversario que practican casi toda la izquierda y la extrema derecha, y con toda cuanta expresión de violencia campa hoy en la política española. No se hizo la Transición para esto, desde luego.
De igual forma, me parece un auténtico despropósito que la corrección de estas conductas recaiga en el derecho penal. Mucho más efectiva sería una sanción administrativa, especialmente las económicas, ejecutables incluso aunque no sean firmes. Más de uno iba a medir mejor los límites de su propia libertad de expresión.
Otra cosa es que nos apuntemos a esa tendencia foránea a extender el ámbito de dicha libertad al insulto y a la ofensa dirigida a personajes públicos. Personalmente, creo que para luchar contra políticas infames no hace falta injuriar a sus autores, o, al menos, no de esa forma. Corremos el riesgo de generalizar la falacia ad hominem como método de oposición, y en realidad lo que se evidencia en muchas ocasiones es la falta de argumentos, cuando probablemente abunden.
Resulta difícil contenerse ante determinadas decisiones de gobierno, pero todos deberíamos aprender a diferenciar entre la barra del bar, los berenars con los amigos y el ámbito de la crítica pública. Se puede –y hasta se debe– ser duro con la iniquidad y la ineficacia, pero especialmente los partidos políticos deberían transmitir un mensaje de mesura que se echa en falta hoy más que nunca en los últimos 45 años.
Pero que sea Pedro Sánchez –el que se carcajea del jefe de la oposición desde la tribuna del Congreso y reparte credenciales de fascista a diestro y siniestro– quien haya puesto el grito en el cielo por lo del monigote linchado es una gigantesca muestra de hipocresía y de cinismo que, por más secundada que sea por sus lacayos parlamentarios, carece de las más mínimas verosimilitud y legitimidad. En cualquier caso, aboguemos por que se ponga fin a los mensajes violentos y por centrarse en mejorar este país, que falta hace.
Por fortuna, entre nosotros hay también dirigentes políticos que han entendido que con la radicalidad no se va a ninguna parte y que el común de la gente espera otra cosa. Es el caso del alcalde de Palma, Jaime Martínez, que ha dado un magnífico ejemplo de voluntad de concordia promoviendo la dedicatoria de una avenida al añorado Félix Pons Irazazábal. Bien está que, a destiempo, los socialistas acudieran a la cita, incluida Francina Armengol, precisamente ahora que han puesto de moda eso tan poco leal y edificante de desprestigiar a quienes les precedieron, solo por el hecho de que discrepen de las descabelladas ideas de su actual jefe. Desde luego, a muchos militantes de izquierda debió caérseles la cara de vergüenza cuando, tras ocho en Cort, en los que José Hila se centró en propuestas tan ‘sólidas' como las de demoler el monumento de sa Feixina o cambiar calles de históricos marinos españoles por ‘fascistas', tuvieron conocimiento de que ha tenido que ser un alcalde del PP el que haya hecho justicia con una de las más relevantes figuras socialistas que haya dado esta tierra.
De monigotes y políticos
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