Recuerdo aquellos días en los que abría el buzón ilusionada por si aparecía alguna carta de amor, de amistad o una postal divertida enviada desde un destino exótico. Les hablo del siglo pasado; los últimos años de la década de los 90. Volvía del instituto, introducía la llave en la cerradura y subía a casa dando zancadas y saltando las escaleras de dos en dos. Acto seguido hacía una particular criba en la cocina de mis padres: en un montón las facturas, en otro la publicidad o la cartelera y en una última pila las misivas escritas a mano e impregnadas de perfume, en algunos casos, destinadas a alguno de nosotros. Mientras las ordenaba desaparecía sin remedio media barra de pan que había sobre la encimera. Cuando había alguna para mí me marchaba corriendo a mi habitación para leerla en soledad y archivarla después en mis cajas de colores.

Hoy, en ese cubículo pequeño y desangelado, solo aparecen de vez en cuando folletos de nuevos restaurantes, propuestas de inmobiliarias para hacer ofertas por mi piso, o papeletas electorales (el martes recibí una del mismísimo Pedro Sánchez, firmada digitalmente de su «puño y letra», curiosa antítesis). Las «recetas» de la luz, del agua, del teléfono y otros pagos mensuales me llegan directamente al correo electrónico y las epístolas suenan a tono de email o de WhatsApp, en el mejor de los casos. De año en año aparece una invitación de boda, de hecho, en abril recibí dos, y un día encontré un tornillo y un chicle dentro, no me digan por qué.

Ahora ese ritual cotidiano que consistía en meter la mano por la ranura y tantear su interior para saber si el cartero nos había dejado alguna sorpresa se ha perdido y no lean en estas letras solo añoranza, ni el estribillo de cualquier tiempo pasado fue mejor, sino también cierto rechazo a una pérdida de costumbres y de la recepción física de documentos necesarios y valiosos. Hoy las cartas han sido sustituidas por los paquetes sin palabras, cuajados de cosas que realmente no necesitamos, y lo material ha reemplazado sin pudor a lo esencial porque, del mismo modo que no hay restaurante de lujo que huela tan bien como el rellano de mis padres, no hay objeto que abrace tanto como otros brazos. La cuestión es que, por no llegarnos, ya no nos llegan ni las multas de tráfico y conozco varios casos de personas que han perdido todos los puntos del carné y atesoran varias sanciones sin saberlo y sin poder acceder a ellas.   

Hoy, por fin, y tras pedirle a varias personas ayuda para poder acceder al portal de la DGT y conocer así el importe, circunstancia y razón de la dolorosa que me anunciaban, he logrado abonar mi multa, no sin antes intentarlo infructuosamente en el cajero y terminar rogándole a mi chico que lo hiciese desde su ordenador. Y les cuenta esta anécdota una persona que trabaja todos los días con nuevas tecnologías y que no es especialmente torpe con estas, por lo que si para mí ha sido toda una película quitarme el miedo del cuerpo, descubrir que solo superé en 8 kilómetros por hora la velocidad permitida un apacible miércoles a las 11:00 horas y que por pronto pago en vez de cien lereles podía abonar 50, imagínense si tiene que enfrentarse a esta odisea alguien que no esté familiarizado con los trámites telemáticos. Y así, barruntando este artículo, no he podido evitar pensar de nuevo en mis padres, y en los suyos, en los de ustedes, y en esa amiga que no se apaña bien con el Internet de los huevos. En lo mal que lo pasó mi madre cuando le cobraron una barbaridad en Vodafone y como no tenía acceso a su email, porque no lo usa y había olvidado la contraseña, no tenía acceso a sus recibos. Evoqué a esa señora que me pidió ayuda para sacar dinero del cajero porque no querían dárselo en ventanilla, a ese colega empresario para el que emitir una factura digital a una institución fue peor que cursar un máster y a todos aquellos que exigen dejar de ser ciudadanos de segunda y volver a recibir el correo de forma tradicional, en sus buzones como se ha hecho durante generaciones.

Por cierto, acepto cartas, por si a alguien le apetece darme una alegría tras el susto de la multa.