Hace muchos años, a finales de los setenta, el gran cantautor catalán Lluís Llach, a quien admiro profundamente, no sólo como músico, sino también como persona, y con quien he tenido la oportunidad de compartir más de una conversación a la sombra de un árbol, escribió la canción que, a mi juicio, define mejor la desventura de nuestros tiempos. Le puso por título «Companys, no és aixó» y la incluyó en su LP El meu amic el mar.
En ella, el poeta se lamentaba, entre otras cosas, del comercio que se hacía con nuestros derechos y, en una reflexión profunda, se decía y nos decía que no era esto por lo que murieron tantas flores.
Pues bien, basta con abrir el periódico y repasar las noticias del día para comprobar que sus palabras no sólo no han perdido vigencia, sino que, muy a nuestro pesar, son más actuales que nunca en la historia de nuestra corta democracia.
Los derechos fundamentales, reconocidos en la Constitución, y desarrollados en decenas de Leyes Orgánicas, están siendo paulatinamente limitados bajo consignas libertarias que, sin embargo, recuerdan a los tiempos más oscuros de los regímenes autoritarios que asolaron Europa. La libertad de expresión, la deambulatoria, el derecho a libre creación artística, a la intimidad o el derecho a la seguridad o a la manifestación pacífica y sin violencia poseen hoy un contenido más reducido que el que tenían antaño.
Usted puede hablar, por supuesto, pero habrá de cuidarse mucho de hacerlo sobre ciertos temas delicados en los que la duda no tiene cabida. Está criminalizada. Ciertos temas en los que su opinión debe ser aquella que el poder político o económico, que viene a ser lo mismo, le ordene. Porque si no, porque si usted osa contradecir los nuevos dogmas laicos que imperan, si no se arrodilla y, genuflexo, adora a los ídolos de barro que han colocado en los altares, se convertirá en un enemigo de la paz y la felicidad colectivas. Se convertirá en un paria.
Pudimos verlo con el tema predilecto de los dos últimos años, con las medidas restrictivas de derechos fundamentales que, paradójicamente, luego fueron declaradas inconstitucionales. Y lo vemos hoy, por ejemplo, con la llamada Ley Trans, que no admite debate, pues la mera disconformidad con alguno de sus postulados implica per se la adquisición pública de la ignominiosa condición de tránsfobo.
Prohibiciones a discreción. No fume, no beba, no coma carne. Sea usted un asceta, como los monjes de antaño. Ajuste su comportamiento a los cánones morales contemporáneos. Y, a la inversa, imposiciones sin fundamento auspiciadas por políticos sin formación y sin oficio, aunque con demasiado beneficio. Los mismos que, utilizando la decimonónica técnica de la distracción, centran el debate público en asuntos estériles. Y todo para no perder sus privilegios, para hacernos olvidar lo que realmente importa. El aumento hasta la estratosfera del precio del pan, de la cesta de la compra, de la gasolina, de la luz, del gas y, cómo no, de la vivienda, las cuatro paredes y el techo inalcanzables para la inmensa mayoría de los jóvenes, que jamás podrán formar su propia familia.
Nos dividen en rojos y azules, en verdes o lilas, en izquierdas o derechas. Y, en la antigua Corona de Aragón, en independentistas o españolistas. Como si nada más importase, como si fuéramos simples productos a los que es necesario etiquetar y colocar en la estantería de cualquier supermercado. Y mientras tanto, se apropian de nuestras conciencias e instauran el odio al prójimo, a quien piensa diferente, al que discrepa. Esa es su arma, la discordia, el permanente conflicto entre los iguales por naturaleza, entre los hermanos.
La clave es la educación. Por ello se empeñan en rediseñarla en cada cuatrienio. Para privarle de su necesaria estabilidad. Se reducen los programas de las asignaturas, sustituyendo las letras por dibujos. Y las grandes obras de la literatura universal, antes de lectura obligatoria, son reemplazadas por noveluchas de cuarta fila escritas por los adeptos al régimen. La filosofía es vilipendiada. Se censura a Jean-Paul Sartre, a Michel Houellebecq, a Henry Miller.
Porque, no nos equivoquemos, la educación es lo único que nos hace libres. Y una sociedad formada, educada, es mucho más difícil de manipular. En cambio, una población iletrada, idiotizada, obedecerá fácilmente con la consigna adecuada, en cuanto suene el silbato.
No puede haber democracia si no se comprende la grandeza de este sistema político, si no se entiende el funcionamiento de las instituciones, si no se conocen los derechos fundamentales que la Constitución, como ciudadanos, nos otorga.
Reivindiquemos, pues, una educación de calidad. Regresemos a las bibliotecas. Abramos de nuevo los libros. Y, una vez formados, gozaremos de las herramientas indispensables para defendernos.
Quién sabe. Puede que, si lo hacemos, el maestro Llach componga otra canción que empiece diciendo «Companys, si que és això».
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