En Egipto están que trinan porque un documental yanqui muestra a Cleopatra como mujer negra. ¡Bah!, hoy en día la gente se queja por cualquier cosa, está de moda vivir ofendido. Además, el color de la piel ya es tan relativo como la historia voluble, según quién la cuente prefiera aceite de oliva o mantequilla.
En la Cuba sabia y sensual distinguen a sus mujeres en tonos que van de la rubia dorada a la negra retinta. La escala cromática de las diferentes pieles es fabulosa, y bien merece un esfuerzo más allá de esa banalidad generalista «de color». Por cierto, que así describía la prensa estadounidense al malagueño Antonio Banderas cuando fue nominado al Oscar, con lo cual la mayoría de españoles también somos negros, como la maravillosa Cleopatra.
El Egipto histórico se extendía hasta el desierto de Nubia, donde había unos mojones que decían: «Si eres negro detente aquí: el Nilo ya no te pertenece». Aún así hubo poderosos faraones negros, llegados de las ardientes tierras de Kush. Pero la seductora Cleopatra era griega, de sangre macedonia. Su familia llevaba en el trono egipcio tres siglos, gracias a las conquistas de ese tremendo bebedor de vino que fue Alejandro Magno. Y, si hacemos caso de Plutarco, sus mayores dones eran el allure que desprendía, inmensa cultura y una voz sensual capaz de hipnotizar a los cachondos tiranos de Roma.
En Inglaterra también dicen «Cleopatra's grip», que consiste en el dominio muscular de la vagina para asir, apretar o absorber. Tal pericia logra un encoñamiento capaz de cambiar la historia del mundo. No era cuestión de nariz ni color.
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