Ondea a media asta, escuálida, apagada y hecha jirones. Es una bandera que muchos pregonan pero que pocos defienden, como aquel barco que otrora se llamaba Libertad y que naufragó entre la voracidad de las gaviotas y los puñales de las rosas. Hoy exige vestir solo de un color, sin entender la riqueza que suponen sus propias variaciones, y nos obliga a escoger un bando u otro, sin comprender que su carga es nuestro consuelo.
Nuestra bandera, la cultura, ondea hoy triste y seca. El otoño de este octubre, vestido de un bochorno casi veraniego, no le permite moverse para que serpenteen sus escudos y ella, que es el único estandarte capaz de parar guerras y devolvernos la cordura, se muestra quieta, aguantando la respiración y de perfil, tan discreta que apenas se exhibe, y presa del naufragio al que nos llevan las corrientes del pensamiento único. Ella nos libraría de todas las guerras y debería ser nuestra única guía. Universal, limpia y global.
Como arguye la custodia del archivo de Eivissa, si todos amásemos a los antiguos y nos perdiésemos entre sus leyendas, historias y ensayos no tendríamos tiempo de urdir batallas; si invirtiésemos más en sus filas, no serían necesarias el resto de armas.
Lo refrendaba el viernes el juez José María Asencio en la presentación de su novela, En busca de la irrealidad, con la que defendía nuestro derecho a divertirnos, a tener opiniones propias y a exhibirlas libremente.
Para Asencio el miedo es el peor de nuestros enemigos y en estos tiempos que corren, en los que tenemos pavor a ser diferentes y una necesidad acuciante de formar parte del rebaño, aunque para ello tengamos que esconder nuestros talentos y premiar a los mediocres, una luz sin toga ni mazo nos golpea para defender el derecho a discrepar en las tabernas y en los foros, a escoger, a leer libros «políticamente incorrectos» y a perdernos entre los versos de poetas malditos. Precisamente era un magistrado, quien sí estaría capacitado para dictar sentencias, quien se revolvía contra quienes sientan cátedra sin birrete, para recordarnos que la censura no solamente no nos hará más ricos, sino que nos tendrá para siempre cautivos.
José María Asencio brilló firmemente mientras relataba la trama de su libro custodiado por María Luisa Cava de Llano, quien fuera Defensora del Pueblo y a quien nunca un cargo le pudo ir tan anillo al dedo. Ella, que recordó su adjudicatura con tan solo 24 años y puso de relieve su mente privilegiada, estuvo precedida por el humor y la experiencia de Juanito de Can Alfredo, postulando a personaje de su próxima novela; una en la que la carrera de este doctor en derecho continúe en Ibiza y donde desgrane sueños habitados por bandejas y clientes satisfechos. Entre sus páginas se coserían al lomo tertulias donde personajes sabios brindarían en torno a un bullit de peix tejiendo futuros en los que voces divergentes fuesen capaces de escucharse y de respetarse. Una novela en la que no solo se vertebraría de nuevo España, sino que se contagiaría ese espíritu humanista a otros países para combatir a golpe de letras, de melodías y de pinceles los complejos de narcisistas de medio metro y moral de caverna.
En mañanas como esta, la veo bailar al son del viento, firme, blanca y certera, como siempre deberíamos rezarle. Mientras el arte sea nuestra banda sonora, estaremos a salvo del declive, como reza la dedicatoria de ese nuevo ramo de páginas que habitan mis horas en este caluroso domingo.
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