Este jueves he cumplido 44 años. Aunque suelo decir en broma a todo el mundo que son 28 lo cierto es que me acerco peligrosamente a los 50. Digo peligrosamente no porque tenga miedo de llegar a esa edad sino porque, a riesgo de seguir desesperando a muchos de los que me conocen, sigo siendo aquel chico inmaduro, despistado, infantil y con cierto síndrome de Peter Pan que nunca se quiso tomar la vida demasiado en serio. Ese que sigue viviendo en un mundo de Pin y Pon, con un pendiente de coco en la oreja izquierda, tatuajes por todo el cuerpo y los que seguramente me queden, que viste camisetas y zapatillas y que nunca acaba de espabilar del todo.
A pesar de todo, creo que poco a poco toca hacer algo de balance de estas más de cuatro décadas de vida porque lo cierto es que ya no me reconozco en las fotos que mis padres guardan en sus álbumes de fotos de su casa de Madrid. Más allá de que he cogido bastantes kilos por aquello de ser de hueso ancho como decía mi abuela Trini la vida nos ha ido cambiando, pasándonos por delante, por encima y por el lado, con golpes para los que no estábamos preparados. Golpes que no ves venir, que te dejan en la lona, pero de los que hay que levantarse porque la vida al final es eso, vivir y disfrutar antes de que alguien le de al botón de off.
A pesar de todo sigo siendo aquel chaval que ama Nepal, le duele el Tibet y Palestina, le emocionan viejas y desconocidas luchas o canciones de cantautores que nos dicen que habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad. Ese al que se le ponen los pelos de punta cuando escucha un no pasarán, una albada guerrera que canta porque regresen los que dejaron su tierra o historias no tan lejanas de esos que se parten el pecho por ser escuchados o jugándose la vida por llevar una sonrisa desafiando al poder opresor de Israel.
Ese que aún tiene muchos miedos que no ha superado. Que aún tiene pesadillas con hormigas por su cuerpo, con payasos de cara blanca, con esa piedra que Sísifo empuja y que siempre acaba cayendo sobre él, con el museo de cera de Madrid, con el vacío negro que hay después de que esto se termine o con que regresen los que estaban escondidos en sus cavernas de intolerancia para quitarnos todo lo que han conseguido nuestros padres y abuelos.
Pero también ese que por más que pasen los años sigue disfrutando con tebeos de Ibañez, Zipi y Zape, Conan o Milo Manara, ese que ama viajar, descubrir y comer todo lo que tenga a su alcance y al que no hay cosa que más le guste que una buena cerveza fría o ver una buena película culturetas en las que solo hay guión. Ese que ama una buena historia, escuchar a nuestros mayores, bucear entre libros y leyendas y descubrir que la historia siempre nos acaba enseñando que no tenemos que repetir nuestros errores.
Aquel que odia profundamente madrugar, el fútbol moderno, y a los que encienden el teléfono móvil como si no hubiera un mañana nada más aterrizar el avión o se levantan sin respeto por el que tienen delante, atrás o debajo. Que no soporta a los que abandonan a sus animales, maltratan a los toros llamándolo fiesta nacional, cazan por el campo vistiéndolo de hobby o son tan cobardes de liarse a golpes con el de enfrente renunciando al diálogo. Ese que no soporta el olor a sucio del que no se lava, a los que van a la iglesia el domingo para quedar bien y luego son peor que el propio Satanás o a esos conductores que ponen en riesgo las vidas de los demás pegándose a nuestro culo en cualquier carretera.
Pero también ese ingenuo que sigue confiando en que otro mundo es posible, que cree en la utopía y al que cansa dar explicaciones por todo mientras ve que cada vez somos menos humanos y pensamos menos en los demás. Que no entiende como el Whatsapp, el Twitter, el Instagram, el Facebook o el Tik Tok lo han invadido todo mientras abandonamos a los viejos y sabios creyendo que sobran o mientras no somos capaces de levantar un teléfono para preguntar que tal va. Aquel al que sorprende que ya no conozcamos al vecino, que no digamos nunca un buenos días, que las palabras gracias y muy bien estén prácticamente olvidadas o que vivamos en un mundo pensado para ganar dinero mientras trabajamos y trabajamos sin disfrutar y sin reparar en que la risa y la amistad son un tesoro escaso que conviene guardar antes de que las perdamos para siempre, ante tanto ofendido que nos mide cada palabra, cada suspiro o cada respiración. Un mundo en el que hacer un chiste, una gracia o una broma, es ya tan complicado como hacer una tesis doctoral.
O simplemente ese maduro joven que no entiende como se aumentan los presupuestos en armamento y no en educación o cultura, como llenamos la vida de mensajes necesarios de empoderamiento femenino mientras potenciamos estilos como el reggaeton o como el hombre ha acabado construyendo barreras para hombres mientras nos intentan convencer de algo sin darnos explicaciones de porqué si o porqué no.
Pero no me hagáis caso. Aunque me niego a crecer del todo, quiero que sepáis que a pesar de esta pataleta generacional aún se puede contar conmigo. Que a pesar de ser un Libra indeciso y desesperante que nunca sabe qué decir en cumpleaños, despedirme sin emocionarme o bailar con algo de ritmo sin pisar al que tengo cerca, sigo aquí para lo que haga falta tal y como ven. Ni más ni menos.
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