El Síndrome Jimena es un conjunto de fenómenos que se producen cuando sonríes de forma escandalosa tras pasar unas horas con esas personas mágicas y llenas de luz que te recuerdan lo afortunada que eres en la vida. Dícese de una especie de enfermedad que te lleva a rodearte de gente empática, inteligente, intelectual y emocionalmente y positiva, cuya cercanía y conversaciones tienen la capacidad de curarte la tristeza con un solo abrazo. Esta rara patología se desarrolla en homínidos que aprecian el contacto con sus congéneres y que agradecen la honestidad, la sinceridad, la generosidad y la amistad verdadera. Se trata de un cuadro clínico contagioso e incurable.
Los síntomas se perciben habitualmente en el primer contacto. Dicen que tan solo necesitamos siete segundos para saber si una persona nos caerá bien o mal de por vida y que esa primera impresión es casi imposible de sortear. En los casos en los que he sufrido el Síndrome Jimena, cuyo nombre he acuñado tras un minucioso análisis sociológico avalado por años de ensayo y error, certifico que he manifestado síntomas similares en todos los casos: sensación de conocer a la otra persona de toda la vida, necesidad de contarle todo sobre mí y mostrarles mi mejor versión, deseo de quedar más veces con ella e inclusión inmediata en mi tribu. En el caso del sujeto que da vida a la nomenclatura esta anomalía, los primeros indicios se produjeron en una cata de vino de la que salimos muy alegres y desconociendo la causa por la que no habíamos quedado antes. Les avanzo que hemos brindado desde entonces tantas veces juntas que ya hemos perdido la cuenta.
El Síndrome Jimena cobra el estado de enfermedad real y sin remedio cuando supera los diez años y sus efectos no solamente no se desvanecen, sino que se intensifican. Podríamos haberle llamado Síndrome Mirian, Mercedes, Sara, Marta, Carolina, María, Ana, Yolanda, Cristina, Silvia o Esther, entre otros muchos nombres de mujer, ya que suele desarrollarse con más acervo en el género femenino, pero acuña este término por su origen, las tierras castellanas que nos vieron nacer y marchar a ambas, y la hermosa alegoría que supone.
Quienes sufrimos el Síndrome Jimena hablamos siempre bien de nuestras amigas, no las traicionamos nunca y nos alegramos de todos sus logros, desconociendo el olor de la envidia y siendo capaces de llorar de emoción en todos los hechos hermosos que les ocurran. Nuestra visión se intensifica y nos permite detectar su belleza real, proyectando siempre su mejor versión y compartiendo con el resto del mundo sus talentos para hacerlos virales.
Este artículo nació hace unos días, tras disfrutar de un fin de semana maravilloso en Valencia, en casa de unos amigos, e intentar describir las emociones provocadas por su hospitalidad, generosidad y amor hacia nosotros. Al escucharme a mí misma decirle a mi compañero de vida que había sentido de nuevo el Síndrome Jimena, no pude evitar saborear una vez más esa particular sonrisa. ¿Y qué es este trastorno sino esta sensación que siempre se me despierta cuando me reencuentro con mi musa «Cidediana»? Decidí denominar así a esta afección para describir lo que me conmueve cuando comparto tiempo de calidad con mis amigas; eso que ahora llaman sororidad y que mejora con los lustros, como los delicados caldos de mi Ribera del Duero.
Todas ellas comparten algo: nunca se enfadan si pasan los días, los meses o los años sin vernos y responden al apelativo de hermanas de alma, gracias a su raíz latina, «sor». Con ellas puedo compartirlo todo, incluso mi cara más oscura, y han estado a mi lado en cada momento dulce, amargo, ácido o salado de mi existencia.
Antes de que concluyan este artículo, me gustaría avisarles de una cosa: esa sonrisa que se asoma a las comisuras de su boca es una prueba inequívoca de que también se han contagiado y ya no podrán evitar enumerar la particular lista de acólitos de su «Síndrome Jimena». No nos curemos nunca estas lealtades, nos hacen más fuertes y más sanos, y es la mejor vacuna para combatir a los mediocres. Gracias, hermanas.
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