Completado el embarque, se cerraron las puertas, las azafatas explicaron las instrucciones de seguridad y el avión, un B737 con 180 pasajeros, fue remolcado hasta el lugar desde el cual, propulsado por sus propios motores, se dirigió a la pista de despegue en el aeropuerto de Tenerife Sur. Cuando apenas quedaban unos instantes para poner los motores a la máxima potencia e iniciar la carrera por la pista para emprender vuelo a Manchester, el piloto fue informado de que dos pasajeros, un padre y su hija pequeña, que no habían podido embarcar porque habían extraviado el pasaporte de la niña, estaban ahora listos. El comandante, pese a que sabía que la aerolínea había reservado un vuelo para el día siguiente para la pareja, decidió cancelar el despegue, volvió a la zona de embarque, solicitó que lo reconectaran con la pasarela, reabrió las puertas del avión y aceptó a los rezagados. Inmediatamente reanudó todo el procedimiento, ahora con una media hora de retraso respecto de la programación original.
La noticia fue publicada en diversos medios y, para mi sorpresa, generó una oleada tremenda de simpatía: «un piloto auténticamente empático», «alguien que se preocupa de los demás», «una persona verdaderamente sensible», «un ejemplo del que todos debemos aprender». Algunos, pocos, muestran su contrariedad por los retrasos y perjuicios generados a cientos de viajeros de ese vuelo y siguientes, para a continuación recibir ellos mismos una oleada tremenda de críticas, de las habituales en las redes sociales. Observen: descalificados por defender el cumplimiento de unas normas generalmente aceptadas.
Yo conocía estas posturas colectivas de mi experiencia como profesor universitario. Tan buenos nos piden que seamos los profesores que al final ya nadie sabe cuándo empiezan las clases, porque cada uno entra cuando quiere, ni nadie suspende asignatura alguna porque no tiene sentido arruinar la vida de un joven estudiante sólo por el capricho de un profesor incapaz de situarse en la piel del otro.
Para mí, la reacción ante lo de Tenerife es típica del ‘buenismo' que domina nuestra sociedad del bienestar, no dispuesta a ver sufrimiento alguno. Si alguien tiene que sufrir, que yo no lo vea, que sea más tarde, en otro lugar, pero no cerca de mí.
Está claro que en la vida ocurren cosas que implican una molestia, un perjuicio, un sufrimiento. En este caso, la pérdida de un pasaporte; en otros, no haber cumplido con ciertas exigencias que nos hemos impuesto para poder convivir. ¿Quién ha de pagar el precio de estos incumplimientos? El menor impacto es que lo pague el autor, siempre y cuando los daños no sean desproporcionados o se arriesgue una vida.
El ‘buenismo' en el caso del avión de Tenerife nos lleva a ignorar que muchos pasajeros tal vez tenían que enlazar con otros vuelos o con trenes; que a algunos quizás los hayan ido a buscar al aeropuerto personas que tenían ocupaciones importantes; y que, en definitiva, el motivo del retraso no era vital, tenía fácil solución y hasta podría haberse convertido en una lección para el futuro. En todo caso, si todos vamos a ser buenos, habría que pedirle a los trenes y aviones con los que enlazan los viajeros que esperen también media hora. Y cuando lo hayan hecho, por qué no otra media hora, dado que la empatía no tiene que tener un límite rígido.
Alguna vez acepté empezar mis clases universitarias cinco minutos después de la hora, lo que condujo a que los alumnos también retrasaran cinco minutos su llegada, pidiéndome que permitiera diez minutos más de margen. A mí eso me condujo a volver a la rigidez inicial que, desde luego, todos terminaron por agradecer, pero especialmente ese alumno que venía cada día a Palma en autobús desde Cala Millor y que merecía todos mis respetos por no haber faltado nunca. Con este siempre quise aplicar el ‘buenismo' de empezar en punto, porque se lo ganaba.
Siendo preocupante este ‘buenismo' en incontables áreas de la sociedad, lo es aún más en una democracia porque conduce inevitablemente a la derrota electoral del político que defienda la asunción hoy y aquí de las responsabilidades colectivas ante los problemas. Este ‘buenismo' impacta porque premia al que escurre el bulto, al que pospone las soluciones. Vean, por ejemplo, cómo toda Europa prefiere hoy que el estado nos reduzca el recibo de la electricidad –que deberíamos pagar aquí y ahora– contrayendo una deuda pública de la que ya se harán cargo las generaciones futuras.
Al final, la democracia se debe a los ciudadanos y si estos quieren que el piloto retrase el vuelo, el cumplimiento de las normas deberá esperar.
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