En el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas contemplamos las parábolas, en las que de un modo gráfico, vemos la infinita y paternal misericordia de Dios, y la alegría por la conversión del pecador. El Evangelio enseña que nadie se encuentra excluido del perdón, y que los pecadores pueden llegar a ser hijos queridos de Dios mediante el arrepentimiento y la conversión. Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús porque el Señor por su predicación sencilla los atraía. En cambio, los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras Él. Jesús nos enseña que por grandes que hayan sido nuestros pecados podemos convertirnos y ser santos. En el cielo habrá más alegría por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Estamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús, en la que se nos enseña una vez más que Dios es un Padre bueno y comprensivo. El hijo menor de la parábola recibe del Padre la parte de la herencia que le corresponde. Se va a un país lejano y malgasta su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastarlo todo, se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse con las algarrobas y nadie se las daba: Recapacitando, se dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre, tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! El recuerdo de la casa paterna y la seguridad en el amor del padre hacen que el hijo pródigo reflexione y decida ponerse en camino, y regresar a su casa. «Me levantará e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Dios espera siempre la vuelta del pecador que se arrepiente. Cuando llega el hijo pródigo las palabras de su padre no son de reproche sino de inmensa compasión, que le lleva a abrazar a su hijo y cubrirle de besos. Alguien me decía: Dios, ¿me perdonará? Por supuesto. La misericordia de Dios es tan grande que escaba a la comprensión del hombre. Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda, como en el caso del hijo pródigo, sólo hace falta que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace: el perdón, la paz y el amor. Hemos de considerar que, si Dios tiene, compasión por los pecadores, más tendrá de los que se esfuerzan para permanecer fieles. Debemos tener una inmensa alegría al saber que el Señor cuenta con nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza, que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo. Gracias, Señor, por tu infinita misericordia y danos, tu amor y tu gracia.
Domingo 24 T.O. (Lc.15,1-32)
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