Lo confieso. Tuve un pasado como hincha de un equipo de fútbol. Fui durante mucho tiempo a un estadio e, incluso, cuando el equipo ganó un título fui a una fuente a celebrarlo con un amigo y su padre y allí lo dimos todo. Sin embargo ya ha llovido mucho de aquello. Aún no había aterrizado en Ibiza, donde este 2 de septiembre cumplo 13 años, mi abuelo y mi padre aún vivían y teníamos casa en Madrid. Desde hace tiempo siento como todo esto ha cambiado y como por unas cosas o por otras me han echado de lo que llaman el deporte rey, ese que lo copa todo y que sirve como bálsamo perfecto para todos los males. Me siento en fuera de juego aplicando el símil futbolero, y aunque respeto profundamente la euforia o la tristeza que pueda genera la victoria o la derrota de tu equipo, no los entiendo. Les prometo que lo intento, que busco el lado positivo de una victoria en la prórroga, de esas que llaman épicas, inolvidables o míticas, tras meter tres goles en los últimos minutos, y clasificarse para una gran final de una Champions League pero no lo consigo. Incluso, hace 20 años me hubiera dolido como hincha del equipo contrario ese éxito pero ahora ni fu ni fa.
Más tarde de lo que hubiera deseado, por fin he entendido el mensaje de mi padre sobre el fútbol moderno. Él era un experto y ver un partido en su compañía era pasar hora y media aprendiendo y disfrutando con sus comentarios, siempre prudentes y nunca forofos, hasta que se fue desencantando. Durante los últimos años ya casi no veía partidos, apenas unos cuantos escogidos en una temporada, y prefería otras cosas. Una buena serie, un buen disco en su cadena de música, un buen artículo en el periódico o, incluso, un encuentro de la NBA antes que un partido de esos que llaman del siglo. Aunque como en tantas otras cosas con él llegué tarde a tanta sabiduría, ahora valoro más que nunca como y por qué decía que no había que dar tanto valor a unos señores que corrían 90 minutos o si había prórroga 120, cuando había otros que tenían que levantarse todos los días a las cuatro de la mañana para llevar a cabo servicios esenciales para nuestra sociedad llegando a duras penas a fin de mes.
Aunque no lo comparta entiendo y respeto que estos triunfos sean en ocasiones un bálsamo en tiempos complicados. Que la victoria de un equipo, aunque realmente no nos suponga nada tangible, genere tanta felicidad que nos haga salir a las calles a darlo todo. Que toda esa gente de sueldos desmedidos, colecciones de coches, mansiones o jets privados nos genere una felicidad indescriptible mientras llevamos puesta una camiseta que posiblemente nos haya costado buena parte de nuestro sueldo del mes mientras lucimos tanta publicidad que parecemos un hombre anuncio. O que ese gol en el último minuto nos haga olvidar nuestras miserias diarias y, durante al menos por unos minutos o unas horas, seamos las personas más felices del mundo.
Sin embargo, yo que me he convertido en un fan de las cosas cercanas y sencillas y de la gente luminosa como canta El Arrebato, prefiero alegrarme por otras cosas. Esas que realmente me arrancan una sonrisa y que tal vez bajo mi prisma, tal vez equivocado, me alegran el día, me llenan de esperanza y me hacen creer en que otro mundo es posible. Esas personas que tras la presentación de su libro le hacen una dedicatoria tan preciosa para un niño de apenas seis años que siempre recordará que será «su principito». Ejemplos como el de la joven investigadora marroquí criada en Ibiza Kaoutar Ziani Akrirout que con apenas 30 años trabaja en un proyecto pionero de regeneración cardíaca en el centro vasco de investigación Lascaray Ikergunea o los de Enrique Villena y Emma Torres, que se han propuesto desterrar para siempre la palabra discapacidad de nuestras vidas fomentando la total integración en la sociedad luchando para que todos y todas tengan una oportunidad de demostrar su valía. Todos los que trabajan en asociaciones en Ibiza mientras nunca llegan a tiempo las subvenciones de las administraciones para que nuestra sociedad sea mucho más justa, o los miembros de ongs que dan abrazos, trabajo o simplemente una palabra de cariño y ánimo para el que lo necesita sin que en muchos casos sepamos sus nombres. Esos que se ponen una nariz roja, unos pantalones anchos y unos zapatones y regalan alegría en los hospitales, ese agente del Cuerpo Nacional de Policía que salvó la vida de un niño o simplemente todos los que transmiten una sonrisa con la suya a todo el mundo. En fin, todos los que trabajan de forma anónima por hacer este mundo mejor sin que llevemos por ello su nombre escrito en la espalda.
Así que permítanme que yo brinde, festeje y celebre por ellos. Por estos héroes anónimos que realmente creo que lo merecen y me generan mayor satisfacción al del futbolista que mete un gol en la prórroga. Y que si tengo que salir a la calle sea para celebrar que Un mar de posibilidades sigue pudiéndose celebrar un año más después del susto del miércoles cuando se anunció que esta próxima edición está en el aire porque los permisos de ocupación del espacio de Talamanca, donde desarrollan sus actividades, se encuentran en trámite por la Jefatura de Demarcación de Costas. Eso sí que sería un drama y no el descenso de un equipo de fútbol.
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