El olor de la hierba recién cortada, el de una higuera fértil y cuajada de brevas, el del café recién hecho acompañado de pan tostado y el de un libro nuevo dejando bailar sus páginas son mis aromas preferidos. Siempre que los percibo cierro los ojos para regodearme en ellos, esté donde esté, descansando en su sutileza y permitiendo a mi cerebro esponjarse en ese particular viaje al rincón de los placeres cotidianos.
El olfato es el sentido que antes se despierta en nosotros, para buscar la teta que nos dé la vida, y cuyos recuerdos se quedan más prietos en nuestra memoria. Sus estímulos son procesados para dirimir si nos producen placer o animadversión y hay perfumes que tienen implícitos para nosotros nombres de personas o que, incluso, nos hacen sentir en casa o en otros brazos con solo presentirlos. Dicen que una persona puede distinguir más de 10.000 olores y su entrenamiento puede llegar a salvarnos la vida al detectar peligros como la presencia de humo, de gas o de un alimento en mal estado. A veces podemos llegar percibir, si nos lo permitimos, la maldad, el miedo o la ira.
Para quienes a causa de la COVID han perdido a este noble compañero, muchos placeres de esta vida se les habrán disipado, impidiéndoles regodearse en un fragante arroz mientras lo degustan, respirar los besos crujientes de quienes se enredan en sus bocas o en sus cuellos o adivinar los pasos de quienes aprecian antes de que lleguen a su lado. También se evitan otros menos gozosos, pero en ese perjuicio se quedaron ayer sin sentir cómo dos elementos tan dispares y tan únicos como son un libro y una rosa, pudieron marcar el maridaje más perfecto. Al Día de Sant Jordi a mí me gusta vestirlo también con la inocencia de El Principito, el eterno cuento para adultos que debemos repasar como una biblia año tras año para no permitir que el tiempo, los hábitos desagradables o el miedo se nos echen encima. Por eso, porque él amaba a su rosa y veía todo lo que la hacía única, cada 23 de abril yo pienso en aquel niño rubio y le cojo de la mano.
Ayer tuve la suerte de que lo acompañase en su estantería y en un lugar privilegiado un nuevo amigo, el tercero al que doy vida, sin tanto talento y pedagogía como Antoine de Saint-Exupéry, pero con la misma ilusión y ojos abiertos que su protagonista. Tres libros son ya los que cubren mi osamenta y hoy les confieso que no puedo sentirme más feliz mientras escribo este artículo al albor de un café, de un libro y de un rosal completo.
En Ebusus Sociedad Cultural pude presentar la recreación de las entrevistas que he tenido la suerte de hacer a personas únicas de Ibiza y de Formentera bajo el título de Unas Hierbas con…, trasladando a sus 125 páginas retazos de todo lo que nos enseñaron. Después procedimos a las firmas, un momento delicado si eres zurda y tienes una letra imposible como yo, que te obliga a traducir a los lectores qué es lo que pretendías decirles. Ayer no fue mi primer Sant Jordi, pero sí que fue único: se vistió de emociones, de magia, de aromas y de esperanza, porque un mundo donde se regalan libros y rosas es un lugar en el que no hay cabida para las armas, para las ofensas ni para los desatinos, y yo quiero más sábados con ese aroma a futuro limpio.
«He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos», sigamos leyendo.
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