Las mascarillas desaparecerán de los exteriores a partir de mañana jueves. La decisión del Gobierno, adoptada conjuntamente con las comunidades autónomas, de dejar a un lado el tapabocas en la calle solo puede ser bien recibida. Y, sobre todo, por los menores, que se ven obligados a llevarlo hasta en el patio a la hora del recreo.
Es verdad que en Ibiza el tapabocas no cuenta con excesivas simpatías. Al menos en la calle. Una, cuando se aburre, se dedica a contar por ejemplo los coches rojos con los que se cruza. Pero también con cuántos enmascarados lo hace. Reconozco que yo no suelo llevarla. Y no porque sea negacionista, que no lo soy, sino porque no entiendo qué utilidad tiene en espacios abiertos. Es como cuando veo que alguien que va solo en su coche la lleva puesta. Siempre pienso en qué riesgos cree esa persona que puede correr dentro de su propio vehículo y sin ningún acompañante. No lo entiendo.
Sea como sea, el segundo adiós a las mascarillas en la calle es un gesto que nos llena de esperanza. Ya no se habla de la fatiga pandémica pero está ahí. Algunas comunidades, incluso, anuncian que en breve darán el finiquito al pasaporte COVID. Es decir, que todo indica que estamos en el camino de recuperar la libertad. O que, ante la previsión de una buena temporada turística y la imposibilidad de seguir aguantando la crisis económica, más vale correr el riesgo. Sin embargo, no dejo de preguntarme qué harán entonces los hipocondríacos y los nosofóbicos. Más allá de llenar las consultas de psicólogos y psiquiatras, imagino que torturarán a sus cercanos con anuncios de catástrofes terribles relacionadas con el dichoso virus. Tenemos, tienen, un problema. O varios.
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