En la moda del ‘buenismo' y de lo políticamente correcto en la que estamos inmersos parece incorrecto sacar de paseo la sinceridad pausada, esa que no lacera y que no nace de la ignorancia, sino que es sencillamente honesta.
Cuando nos preguntan “qué tal estás”, no como mero formalismo sino para saber de verdad qué se nos pasa por la cabeza, por las tripas y por el corazón, la respuesta estándar que nos han marcado es asegurar que muy bien y que no podemos quejarnos. Pero todo lo que se guarda termina pudriéndose u oscureciéndose y un «pues muy cansada, la verdad» o un «hasta el moño de la puñetera pandemia», no hacen daño a nadie y descargan un poco.
En estos días de reencuentros, en los que el teléfono nos anuncia que amigos de verdad, de esos que atesoras para toda la vida, han decido hacer una escapada a Ibiza y quieren dedicarte parte de sus vacaciones, los abrazos con vacunas y PCR negativas de por medio y los desnudos integrales de alma son muy sanos y necesarios. ¿De verdad no puedo contarle a Elena que algunas veces me encantaría sentarme en el sofá para cultivar el noble arte de no hacer nada? ¿Acaso es obtuso relatarles a Lorena y a Héctor mis preocupaciones laborales y de qué manera me ha afectado ver tan poco a mi familia en el último año? ¿Pensarán Yolanda y Álex que soy menos interesante si les confieso que mi Instagram solo es la fachada de este edificio medio en ruinas? ¿Va a cambiar algo en Marta verme soltar juramentos en el coche mientras sorteo a motoristas que hacen giros imposibles?
Las personas que nos quieren, esas que nos aprecian sin fisuras a pesar de todos nuestros defectos, se interesan de verdad por nosotros y no esperan que les respondamos con un escueto «con la que está cayendo no me puedo quejar», porque para esas mentiras veladas ya tenemos las redes sociales donde solo mostramos la cara con luz de nuestras sonrisas. A nuestros amigos, a los de verdad, a esos que hacen menos duro hasta el calor de este julio eterno, les importa saber y conocer nuestros miedos, se ríen con ganas de nuestros sarcasmos e, incluso, entienden que no podamos salir a cenar y a comer todos los días porque estamos trabajando y porque, ¡qué coño!, económicamente no podemos seguir su ritmo. Con ellos no es preciso quedar bien ni poner excusas; entienden que hacemos jornadas de 12 horas, que tenemos compromisos ineludibles, que no queremos pagar cuentas kilométricas en restaurantes de moda que ni siquiera nos gustan e, incluso, comprenden que les confesemos que sencillamente estamos agotados y que necesitamos descansar. Así de sencillo, porque a un amigo de verdad, al que llevas meses asegurándole que le echas de menos, también puedes reconocerle que al final ha venido en una mala semana, que te duelen los ovarios o que no te gustan los sitios repletos de niños.
Lo políticamente correcto lo dejamos para el trabajo, para los formalismos y para los foros donde es preciso eludir las sombras. Aquí en mi isla, la de los excesos, el lujo, los precios por las nubes, los atascos y el bochorno, también hay sitio para comerse una ensalada en una roca, encerrarse en una terraza durante horas para evitar el postureo y repetir cenas en el chiringuito del barrio, aunque no tenga glamur ni vistas, para poder madrugar al día siguiente sin necesidad de trasnochar y coger coche. Aquí en mi mundo no todo está del todo bien, ni falta que hace, pero progresamos adecuadamente, gracias a regalos como estos reencuentros que nos hacen más felices y más fuertes.
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