El nombre con el que me bautizó aquel monje budista que me limpió el alma de lágrimas fue «Virtuosa de la ética». A mi amiga María le puso «Felicidad» y en aquel viaje no dejé de canturrear esa canción de La Cabra Mecánica: «Felicidad, qué bonito nombre tienes». Fue en aquel retiro espiritual al que nos apuntamos de rebote donde ambas decidimos cambiar de rumbo y donde aprendimos muchas cosas, sobre todo de nosotras mismas. María volvió a demostrar su talento para dormirse en lugares y en posturas únicas, y ambas nos refrendamos en que nunca seremos vegetarianas. Yo venía de un lugar sin retorno en el que desconocía el camino que debía seguir y de pronto aquel Lama me recordó que ser fuerte no es fingir que todo va bien, ni disimular el dolor apretándolo fuerte, sino que se traduce en ser capaz de empezar de nuevo. ¡Qué fácil y qué difícil es asumir que tu vida es de pronto una hoja en blanco y que por mucho que intentes leer la anterior no volverá a reescribirse!
Convertirme en budista sin saberlo fue una liberación, porque la tradición judeocristiana en la que el duelo exige auto flagelarse, recordar a los muertos y enterrarse con ellos en vida es una losa demasiado pesada en los tiempos que corren, y la posibilidad de sentir que los maestros que ya han cumplido su papel en la Tierra volverán para hacer de ella un lugar mejor, más felices y mejores, no solamente reconforta, sino que también cura. Fue ese día, hace ahora casi una década, cuando me atreví a volver a enamorarme, a escribir artículos de opinión como este y a ser algo tan complicadamente sencillo como ser yo misma.
Con esto no quiero hacer una apología de las creencias, porque no soy de quienes diseñan vocaciones y convencen a los demás para que se sumen a su verdad, simplemente quiero contarles que aquí hemos venido a ser felices, que hemos venido a jugar, y que lo que a mí me acaricia y me alegra puede que a ustedes les resulte ladino, aburrido o una soberana estupidez. Sea como fuere, hoy más que nunca recuerden que nada importa tanto como creemos, que es mejor escribir nuestra historia que recrear las de otros y que solo tenemos una certeza: todos nacemos y morimos.
No sé en qué momento nos creímos esa pamplina de que la felicidad venía vestida de gala y dejamos de ver que se compone de retales extremadamente frágiles que debemos hilvanar para dormir tranquilos por las noches.
Han sido demasiadas las voces que nos han contado cuentos sobre sueños que no son los nuestros, pero que en su prosa defienden que deberían serlo. Películas de serie B que nos han convencido de que quien no avista la cima es un fracasado, cuando lo más hermoso a veces está a ras del suelo y lo único importante de cualquier ascenso es sentirlo y disfrutarlo. ¿Quién nos ha vendido la fórmula mágica de esa felicidad de manual, gris y sin música, si en esto de ver pasar los días no existen las matemáticas sino solo un puñado de segundos redondos?
No sé si son los años, las canas o las mochilas que he lanzado al abismo de los convencionalismos, pero a mí ya no me pesan los kilos ni las palabras. He dejado de temer, he perdonado a quienes no quisieron acompañarme y he aprendido a escucharme.
Por eso yo hoy, en este domingo limpio, voy a dedicarme a no hacer nada de provecho y a ser feliz, así, a mi manera. Hoy voy a brindar por María, mi otra «Felicidad», quien me ha vuelto a recordar que aquel día escogimos el camino adecuado y me ha regalado la noticia más hermosa de la semana. Felicidades, princesa, ese nuevo maestro no sabe lo afortunado o afortunada que será por tenerte como madre.
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