Salvador Illa ya está entregado oficialmente a la campaña electoral catalana. Oficiosamente llevaba semanas, quizás meses conociendo las maniobras que pergeña la cabeza de Iván Redondo. Pero no fue hasta el martes cuando dejó su cartera de ministro de Sanidad. El candidato se marcha en plena cresta del tsunami de la tercera ola de una pandemia que ya se ha cobrado unas 90.000 vidas en España, 56.799 según el Gobierno de la transparencia. Illa cogió el puente aéreo en una jornada en la que se contabilizaron 591 muertos por coronavirus, la cifra más alta de la tercera ola.
A la vista de las maniobras, uno podría pensar que la tentación de alcanzar el poder en Cataluña se antepone al hecho de poner los cinco sentidos en la batalla contra la pandemia. El Gobierno extendió en su día el estado de alarma hasta el 9 de mayo para acto seguido pasar la pelota a las Comunidades pero con asteriscos, mucha letra pequeña y decisiones que tienen muchos más visos de responder a motivaciones ideológicas o de partido que a criterios sanitarios. A las autonomías se les niega adelantar el toque de queda, pero en Cataluña se podrá romper para acudir a los mitins e incluso se habilitará una franja horaria para que acudan a votar los positivos en covid. Maravilloso.
Tras el anuncio de la candidatura de Illa y el cambio de cromos con Miquel Iceta, la dualidad de funciones del ministro era insostenible pero se prolongó en el tiempo varias semanas. La guinda al vodevil, esa llamada de teléfono publicitada por el alcalde Ruiz a través de tuiter y en la que Illa mostraba su apoyo a la isla. El amigo Salvador le trasladó que el Ministerio estudia de cerca los motivos del incremento tan acelerado de casos. Los expertos no deberían encantarse porque el martes Vila tuvo el dudoso honor de situarse al frente de las ciudades de más de 40.000 habitantes con más contagios: 3.163 por cada 100.000 habitantes. Si us plau, menos postureo y más trabajar.
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