La semana pasada los niños de Baleares volvieron a sus centros escolares después de seis meses de haber abandonado las aulas por la suspensión de las clases presenciales en aplicación del decreto de estado de alarma por la pandemia de coronavirus. Los pequeños pasaron unos meses viendo a sus profesores a través de los móviles, tabletas u ordenadores, en unos vídeos en los que recibían instrucciones para realizar las tareas diarias, que pretendían darle una cierta normalidad a una situación anormal.
El jueves o el viernes (depende del caso) los pequeños volvieron a clase, ataviados con una mascarilla, que deben utilizar durante todas las horas de clase y de recreo. Debieron esperar su turno para poder entrar de forma escalonada e identificarse con un color, y hacer fila respetando el metro y medio de distancia, marcado en el suelo. Las ratios han bajado hasta unas cifras mucho mejores que las que teníamos hasta ahora, lo que indica que se podía haber hecho antes por el bien de la educación y de los profesores y no esperar a que una pandemia haya tenido que venir a ‘poner orden'. Los chavales se lavan las manos un mínimo de cinco veces durante la mañana, fantástico hábito, y se han convertido en auténticos expertos en la prevención contra el virus.
Los profesores, en la mayoría de los casos tenían los ojos como platos y caras de auténtica preocupación, muy lógica en alguien que se enfrenta a una situación desquiciante. Inmersos en toda esta locura, que abre colegios y cierra parques infantiles, no nos queda tiempo para reflexionar sobre las otras consecuencias, de todas estas medidas: las psicológicas.
Alguien se ha parado a pensar en: ¿cómo va a afectar todo esto a nuestros pequeños?, ¿y a sus profesores? y ¿a los padres?
Pues eso, Salud.
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