Esta ha sido una semana rara. No digo diferente sino, parafraseando a Fito, sencillamente rara. He comprado dos colas de sirena, he pasado la ITV, han confinado de nuevo mi tierra, esa que me vio nacer, y he presentado mi segundo libro. He ido a un concierto en el que no se podía bailar, he dado multitud de abrazos con el codo y voy a ampliar mi pequeña familia con una nueva perra. Lo cierto es que desde que terminó “el toque de queda” y dimos un paso al frente de esta supuesta normalidad no me habían recorrido el cuerpo tal número de sensaciones opuestas en intervalos de tiempo tan cortos.
Como en esos días que he vuelto a revivir entre las páginas de Bitácora de una distopía, mi estado de ánimo ha serpenteado cada mañana como una particular montaña rusa entre la alegría extrema, la emoción al borde del llanto y la ansiedad por sentir que de nuevo se nos escapan las certezas entre los dedos. Es como si la felicidad estuviese sonando rítmicamente en mi cabeza y alguien la apagase de un chasquido al amparo del “tirorirorirori” de los coches de coche. En ese momento entra en escena una melodía distinta que huele a miedo, como la espada fría de un acero imposible de destruir. Al final del cuento es difícil dejarse mecer por una nube sabiendo que tus padres, tus hermanos, sobrinos y amigos de la infancia están de nuevo expuestos al puñetero bicho. Les cuento esto para expulsarlo y sacarlo fuera, porque desde hace días algo me sacude hasta hacerme caer a un abismo en el que se me enroscan las tripas y donde ya no hay música, sino un atronador silencio.
Intento espantar esos pensamientos oscuros con la mano, como a los gamusinos que nos enseñaban en filosofía de tercero, pero un presentador de informativos me mira fijamente a los ojos recordándome que acaban de pedir una ampliación de la casilla número uno del juego para Aranda de Duero, mientras la ubica con cierta ironía en otra comunidad autónoma. No solamente no puedo ir a entretenerlos, ya que a estas alturas ya no sé cómo protegerlos, sino que ni siquiera se pueden escapar de esa mala partida para estar aquí conmigo.
Pero el espectáculo debe continuar y soy más conocida por mis sonrisas que por mis penas, así que el viernes en Ebusus tuve la suerte de poder mostrar mi nueva novela ante 32 personas, las que me permitió el aforo dispuesto por el COVID-19. Allí brindamos con distancia de seguridad y con las ginebras de Familia Marí Mayans, que tienen ese puntito ácido de los cítricos de Ibiza y que lograron quitarme el mal sabor de boca de las ausencias con apellido Monsalve. La ironía lo impregnó todo y lo cierto es que este libro, como confesé, será un gran compañero para el próximo encierro global al que parece que estamos abocados.
Como les decía, el caso es que llevo toda esta extraña semana concentrándome en cosas bonitas para ahuyentar las malas: un atardecer, un mensaje de cariño honesto, esa foto de la que será nuestra próxima cachorrita, mi extraña firma con una letra que pocos entienden estampada sobre los libros con la portada más bonita de todos los tiempos… pero nada, no se me desenreda este nudo.
Así que aquí les dejo con su café o con su paella, lo que tengan entre manos, mientras le pongo punto y final a este artículo en el que dos niñas nadan disfrazadas de Ariel más lejos que nunca y una aprendiz de escritora les recuerda que les espera en algún rincón de Hipérbole, para que sigan sumergiéndose en historias raras como esta.
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