Culpable de ese abrazo, de esa queja y de gastar la energía y los euros que no tienes. Culpable de no hacer esa llamada, de no preguntarle a cada amigo cómo está esta semana, o este mes, y de haberte olvidado del enésimo cumpleaños. Culpable de sentirte triste cuando otros tienen razones reales para estarlo y culpable de comerte ese plato con más calorías y azúcares de los recomendados o permitidos.
Culpable por no cuidarte, por saltarte el gimnasio y por no ir a nadar a la playa cada día como prometiste durante el confinamiento. Culpable por no tener ganas de quedar con los tuyos, por tomarte un vino de más y dormir una hora de menos.
Culpable por querer descansar y por desear rascarte la barriga viendo series bajo el aire acondicionado, por huir del sol y por soltar juramentos cada vez que te enjugas el sudor que lo empapa todo bajo la mascarilla del infierno.
Culpable por no decirle a esos amigos que prefieres que no vengan, que este no es un verano para tener la casa llena y la nevera vacía. Culpable por no saber decir que “no” cuando te arrastran a comidas o a cenas en las que solo tienes hambre de siestas y de silencio y por no pronunciar rotunda y redonda esa negación todas las veces que deberías hacerlo.
Culpable por permitir que se te peguen las sábanas en vez de aprovechar los días que juraste devorar y que hoy son demasiado calurosos y extremadamente largos. Culpable por desear cogerte vacaciones y por atreverte a suspirar por los días tranquilos en los que los libros se leían solos.
Culpable por arreglarte de más o de menos, por no saber dónde está el porcentaje de acierto entre los besos y los “te quieros” y por no querer viajar aunque sea tu principal anhelo. Culpable hasta por respirar.
Culpables, nos declaramos culpables de formar parte de una sociedad que no nos ha enseñado a andar con todo este peso. Culpables por no ser los mejores en todo, por no llegar hasta cada arista de la luna y por tropezar con errores y no con aciertos.
Culpables por no esforzarnos cada segundo en ser un ejemplo en la maternidad, en la belleza, en la inteligencia, en la bondad y en el talento. Ya no sé si son mochilas o mensajes inoculados desde la infancia en clases, series, revistas, conversaciones o publicidad para que juguemos a mantenernos perfectas como veinteañeras eternas, triunfando en las altas esferas y alternando ese funambulismo imposible con una pareja y una familia de ensueño.
Porque parece que a ellos todas estas cargas les pesan menos y que hay muros que solo nosotras vemos.
Así que ya está. Yo me bajo, me apeo, porque ni soy esa mujer perfecta ni quiero serlo. Yo hoy me encierro en mi casa para regalarme un día vacío, callado y quieto, para pedir una hamburguesa grasienta, ser un mueble más empotrado en el sofá y silenciar el teléfono.
Al final no seremos recordados por la nitidez de nuestra perfección, ni siquiera aunque logremos esa quimera que nos han vendido, sino por ese achuchón que dimos una vez y que olía a limpio, por aquella broma que cruzó el bien y el mal o por esa noche en la que una canción nos quitó el sueño.
Aunque si nadie nos evocara cuando no estemos tampoco deberíamos preocuparnos, porque al final los poetas ya no cantan gestas y las guerras no dejan más que muertos.
Yo os absuelvo.
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