Con o sin cebolla. De un tiempo a esta parte este dilema o distinción entre los amantes de la tortilla de patatas se ha convertido en una especie de pasaporte culinario. Yo me confieso concebollista por herencia genética de las que me hacía mi madre los domingos para llevarme a Madrid o Valencia como colofón a la visita exprés a la familia del fin de semana.
Con el paso de los años uno se aficionó a los fogones y ahora es ella la que se come mis tortillas. Con ella no me puedo permitir la licencia de dejarla poco hecha, melosa o casi líquida como me pide mi hijo, lo que en la jerga tortillófila se denomina el efecto Betanzos. Mis queridos Pedrito y Pep eran muy aficionados a esta variante en las noches Champions, veladas regadas con Riojas y Riberas y con una prórroga en la que entraba en juego una llagrimeta final en copa de balón, con el pequeño Samuel ya dormido.
El maldito coronavirus y sus efectos colaterales nos mantienen a una distancia insalvable, pero está más cerca el día en el que pueda cruzar el Mare Nostrum y disfrutar de una tortilla con la mare (sí, mamá, me acuerdo de tus tuppers) o saborear las maravillas de Ramón o Sara. La cuestión ahora es qué llegará antes a España, el pasaporte que separe entre sincebollistas y concebollistas o el pasaporte sanitario. Visto lo visto, no sería descabellado pensar que llegue antes la etiqueta de tortillófilos. Un mes después de lo anunciado, parece ser que el Gobierno ya ha puesto en marcha el mapa para conocer la afectación del bicho entre las diferentes comunidades. El pasaporte sanitario es vital y urge para recobrar el pulso, especialmente en nuestras islas. Sí, aunque algunos lo detesten, el turismo es fuente de riqueza. Las tortillas durante el confinamiento están teniendo un sabor especial, pero sueño con el día de poder disfrutar de una truita de verdures a Can Cosmi, respirando libre y disfrutando como un turista por el Pla de Corona.
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