Durante dos meses al año mi telefonillo pasa las noches desconectado. Lo veo desde el sofá, con el cable separado de su ser, lánguido y sintiéndose inútil. Y sin poder remediar su sino, cada día tiro de la clavija que lo une con el comunicador para evitar que suene de madrugada, cuando inquilinos eventuales deciden llamar a todos los timbres para pedir con voz pastosa que alguien les abra la puerta. Sé que no es nada personal y que sus dedos se mueven al azar esperando que alguien responda al otro lado, como las señales que mandamos desde la Tierra al espacio, confiando en que otra civilización pacífica dé señales de vida y nos descubra que no estamos solos en este universo infinito. Pero la realidad es que cada vez que su desagradable pitido se cuela en la noche, un ser iracundo me invade acelerándome el pulso con una mezcla de miedo, ira e indignación incontenibles.
Esta semana ha sonado dos días a las doce de la noche. La culpa ha sido nuestra por olvidar la regla de oro y no amputarle uno de sus miembros a tiempo. Primero se ha presentado la alarma vestida de susto que nos ha despertado de un salto, como un resorte, sacudiéndonos la modorra que comenzaba a invadirnos a la hora a la que tendríamos que estar perdiendo zapatos entre sueños. No esperábamos a nadie y revisando el teléfono tampoco teníamos ningún mensaje de nuestros vecinos, de los reales, esos que viven siempre a nuestro lado y tienen preparada una docena de huevos por si nos da por hacer una tortilla. Después ha llegado el enfado y la respuesta airada al otro lado del interfono. En ambos casos se trataba de italianos que nos pedían que les abriésemos el portal porque se habían olvidado las llaves. Por último ha hecho su aparición en escena el reproche, la respuesta seca en la que les decimos que cómo se atreven a molestar a un desconocido a esas horas y que al no ser residentes no les abriremos.
Mi edificio fue declarado el año pasado libre de alquileres turísticos. Lo decidimos en una junta de la comunidad y tenemos unos preciosos carteles plastificados puestos en cada portal, donde se indica en dos idiomas que esta práctica es ilegal y que el nuestro es un edificio residencial donde no se acepta este negocio ilícito e invasivo. Lo cierto es que ha servido para que su número se reduzca considerablemente, y este verano no hemos visto borrachos saltando a la piscina desde un segundo piso, ni botellas de cristal ahogadas en sus aguas. Apenas hemos escuchado a personajes ebrios gritando con la música a tope desde los balcones y solo en dos ocasiones hemos seguido, con la vista y el olfato, un reguero de basura en la escalera. Aun así, cada noche debemos desconectar el maldito telefonillo, y hace algunas semanas sentimos una llave introduciéndose con sigilo en nuestra cerradura. Cuando mi chico se lanzó contra la puerta y la golpeó desde dentro para denotar que había gente, escuchamos a alguien decir en un castellano titubeante que lo sentía y que se había confundido de casa. No recuerdo qué le grité, pero les aseguro que no fue bonito y que incluyó una buena sarta de insultos e improperios. Las pesadillas que tuve aquel día podrían haber protagonizado una película de acción americana de las que llenan taquillas.
Mi telefonillo es la metáfora de todo aquello que nos indigna en este paraíso que estamos prostituyendo sin asumir las consecuencias: la falta de educación, de valores, de decoro, de ética y de respeto. Una ausencia de todo aquello que precisa una sociedad para vivir en paz y que se queda afónica de tanto gritar que llegará un día en el que tal vez ya no llame nadie, porque de tanto desconectarlo puede que se olvide de volver a funcionar.
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