En estos días regresa con fuerza la pregunta de la bella, dulce y triste Francoise Sagan: «¿Oh, pero usted todavía viaja?».
La escritora de Bonjour tristesse juzgó hace tiempo que ya no valía la pena viajar por la globalización de la gilipollez, de las cadenas que ofertan los mismos productos en Marsella y en Saigón, la gastronomía que ha fusionado internacionalmente la tontería de demasiados chefs, las hordas de packs turísticos, la masificación, etcétera.
Sin embargo las Pitiusas ofrecen al viajero hedonista numerosos rincones con encanto y soledad sonora. Naturalmente que hay que huir de las atestadas playas y bañarse en las rocas, desafiar la canícula y pasear por algún lugar donde no lleguen esas expediciones de deportistas subvencionados con mallas estrafalarias y bebidas isotónicas, refugiarse en bares donde te saben servir la copa sin medidas anglocabronas, huir del estruendo electrónico («Todo eso nació con la Ruta del Bakalao, lo que pasa es que aquí se han puesto en plan fashion», me confiesa el valenciano Pedrito), escapar de los garitos que te clavan la hijuela sin gusto ni misericordia, de relamidos maîtres que pretenden enseñarte a comer...
Muchos amigos salen huyendo de las Pitiusas en agosto, pero ¿a dónde van? A no ser que te vayas al Ngorongoro, a navegar al rumbo de tu capricho o a cierta sierra escondida, ¡todo está lleno! Yo solo digo mi cantar a quien conmigo va: Cortesía, mirada brillante y jugosa sonrisa son la seña de identidad de la misma tribu planetaria de nativos y forasteros que aman la vida y pasarlo en grande. Y las Pitiusas son paraíso hedonista porque el placer está donde uno lo encuentra.
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