El cierre de treinta y tres restaurantes en el primer trimestre del año es escandaloso. ¿Qué pasará en el tórrido verano? La cifra puede elevarse exponencialmente debido a la cantidad de piratas culinarios que vienen a hacer el agosto, aunque Sanidad, ya lo sabemos, no dé abasto.
Los desmanes gastronómicos en lugares de gran densidad turística son habituales. En algunos chiringuitos te ofrecen un pescado que nuca vio el mar, una langosta marroquí a precio de la de Formentera, un cordero de Nueva Zelanda con pasaporte de haber pastado en San Mateo, una paella que es garantía de indigestión, etcétera. Si el cliente está acostumbrado a comer bien en su casa el cabreo está asegurado, pero solo picará una vez con tales facinerosos, que encima te sacan el hígado con la cuenta de un mejunje mal cocinado y peor servido.
Entre la población indígena, el rumor corre como la pólvora con tales antros, que puede ser tanto de lujo superficial como claramente proletarios. La prueba de oro es pasear la mirada por el garito en cuestión: Si solo hay forasters, no merece la pena sentarse. Y eso sirve tanto aquí como en Lima o en Mombasa.
La gastronomía pitiusa es de primera y ofrece un producto excelente. Lo malo es que en muchos sitios se aprovechan del turista que viene a pasar cuatro días y saben que no va a volver. Con eso ya amortizan. Lo que resulta inaceptable es dar un rancho en malas condiciones. Pero si eso ha pasado hasta en el hospital Can Misses, ¿cómo va a sorprendernos que lo intenten en la calle caliente?
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