Hay personas a la que no le gusta terminar las cosas. Seres que en lo más trascendental de sus vidas dejan todo a medias y que permiten, reproduciendo ese comportamiento en su día a día cotidiano, que en sus baños se apilen botes casi vacíos, que convivan rollos de papel higiénico o de dentífrico recién estrenados con otros a punto de perecer, y coleccionan cientos de cosméticos que se resignan con tristeza a no ser terminados.
Al final, estos cubículos en los que nos sacudimos la mugre, las malas energías y las necesidades urgentes, donde nos desnudamos de verdad, nos observamos como extraños y nos arreglamos para presentarnos al mundo, son el mejor ejemplo de quiénes somos. Tengo una amiga en cuyo baño hay cuadros, obras de arte, velas, luz y objetos maravillosos, y un compañero de la universidad puso un acrílico que le regalé frente a su taza del inodoro asegurándome que sería el lugar en el que lo miraría siempre con más atención. Ambos eran diferentes a ellos… siempre terminaban lo que iniciaban.
Esas personas de las que les hablo no consiguen deshacerse de objetos inútiles, o de ropa en la que nunca más lograrán entrar, permitiendo que, poco a poco, una densa cortina de enseres ocupe cada espacio de sus días, para destilar una nube densa de recuerdos oscuros, errores añejos y polvo. Y así, entre estornudo y estornudo, no zanjan nada; ni sus historias personales, con amores que se rompen por la falta de uso, y amigos a los que dejan simplemente de lado para buscar otros nuevos.
Son los mismos que van siempre corriendo, sumando cosas inútiles y lamentándose por no tener tiempo, como el ‘hombre de negocios' de El Principito. Aquellos que aseveran que no pueden leer, porque 24 horas no son suficientes y no les dejan espacio para las letras, que sentencian que ya no escuchan música, y que trabajan demasiado para hacer deporte o para compartir un buen vino. Tal vez nadie les ha dicho que no es cierto, que, precisamente, el tiempo es lo único que tenemos, lo que es auténticamente nuestro. Lo perdemos, dejamos que se escurra derramados en un sofá viendo pasar secuencias de otras vidas, o mirando pantallas que no nos devuelven nada más que el reflejo de nuestro tedio y, mientras, las manecillas de nuestra existencia corren inexorablemente.
Tenemos todo el tiempo del mundo, de este: del nuestro. En nuestra muñeca se cosen los minutos destinados a hacernos felices, a viajar en ese cuento maravilloso que necesitamos recorrer de nuevo para no olvidarnos de quiénes somos, en ese paseo por la playa que nos devuelva el oxígeno, las sonrisas y las ganas de seguir corriendo, mientras escuchamos la mejor banda sonora de nuestras vidas. No tenemos tiempo de dedicar un espacio a las personas que nos importan, para lamentarnos después de sus ausencias. No terminamos nada y permitimos que la vida nos consuma como si nosotros fuésemos un producto más destinado a satisfacer la ansiedad de posesión de otros.
Nos dan tanto miedo las despedidas, tenemos un pavor tan inmenso a perder, que no competimos; no jugamos, no nos arriesgamos y no somos capaces de agitar las manos para decir adiós mientras sonreímos por todo lo que hemos logrado. Mañana voy a hacer limpieza de todo lo que me sobra, de conocidos y de objetos con los que no quiero perder ese tiempo que es solamente mío y que quiero invertir en aquellas pequeñas cosas que me hacen más grande, más feliz y más libre.
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