Pero no puede ser que los independentistas consigan que la anormalidad sea lo cotidiano, y que se considere como ya casi natural que un viaje del jefe del Estado a Cataluña resulte contestado y si se puede, boicoteado. Es más: me duele que las visitas gubernamentales, institucionales, incluso los intercambios periodísticos, se encuentren tan restringidos y limitados entre las dos orillas del Ebro, precisamente porque ir a Cataluña ‘desde Madrid' resulta cada vez más incómodo. Estamos aceptando lo que ellos buscan: un distanciamiento cada día mayor entre lo que es España y lo que es Cataluña, de manera que acabemos por aceptar implícitamente que la segunda no forma parte de la primera.
Hemos de asimilar a Cataluña, con sus peculiaridades, como algo normal en nuestra vida política, y lograr que la generalidad de los catalanes, cada vez más distanciados -incluso los no independentistas, me temo- de la idea de España, acaben aceptándola y asimilándose como parte inevitable del territorio español, con cuantas especificidades pudieran negociarse.
No, no hay amor en el corazón de los catalanes hacia España -y puede que esté a punto de empezar a ser verdad lo viceversa-- pero tiene que haber, para comenzar, esa orteguiana conllevanza, mutua aceptación. Y la del Rey es la primera de estas aceptaciones necesarias, irrevocables. Los fanáticos lo saben y por eso se manifiestan en contra, no siempre con muy buenas artes, incluso, aunque muy aisladamente, con ‘artes' que en algo empiezan a recordar a la ‘kale borroka'. Deberían, de cuando en cuando, mirar hacia el País Vasco y analizar cómo están las cosas y cómo estuvieron. Cataluña no puede ir cada a día a peor, sino a mejor. Alguien habría de gritarlo, alto y claro, desde las propias filas independentistas, que parecen el ejército de Pancho Villa: no lograrán sino que todo se ponga crecientemente peor para ellos, y eso puede que hasta les agrade, por aquello de que también empeorará para nosotros y entonces, cuanto peor para todos, mejor para ellos. Menuda locura.
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