Esta semana cumpliré 39 años. Es un número apretadito que silba con musicalidad de “Kill Bill” la cercanía de la “catana” de los 40 y el paso certero a la edad adulta. El caso es que es una cifra que me desconcierta porque en estos nuevos tiempos en los que nos paseamos no sé muy bien si sigo siendo joven o si tan solo me quedan 12 meses para comportarme “como Dios manda” ante las puertas del ecuador de mi vida.
Dicen que ahora los 30 son los nuevos 20, y los 40 los nuevos 30, así que tal vez solo retroceda en el tiempo y vuelva a la casilla de inicio.
Hoy vemos réplicas de Peter Pan en cada esquina y los 50 rescatan a almas apolilladas a una nueva juventud bebida de dos sorbos y con prisas. Todo parece muy extraño y hay personas que siguen peleándose con su edad sin darse cuenta de que simplemente somos quienes queremos ser, si etiquetas ni números. Conozco a señoras de 20 años y a niñas de 70, y a estas horas, mientras me leen, estaré de viaje por la Península celebrando mis “treintaytodos” como una cría, con mis amigos de ayer y de hoy, brindando con grandes vinos y mejores viandas y sintiendo el aire en la cara de este viaje tan maravilloso que es la vida cuando te empuja con aires propicios y te aparta el pelo de la cara.
Nos pasamos la infancia hinchando el pecho para decir que tenemos “cuatro años para cinco”, la adolescencia fingiendo tener ya los 18, la juventud justificando que no somos tontos a pesar de la inexperiencia y defendiéndonos de fantasmas y de pronto comenzamos a contar hacia atrás como si hubiésemos olvidado que ya somos quiénes soñábamos ser.
Conozco a hombres y a mujeres que nunca confiesan su edad, y mucho menos sus kilos, y a quienes mienten de una forma tan descarada y poco honrosa que dan ganas de abrazar y de acunar para prometerles que los años siempre suman, que nunca restan.
La verdadera tristeza, la gran pena, es no poder cumplir más días, más meses y más años en esta vida, pasearse por ella con dolor o con falta de salud o sentirnos privados de la libertad con cualquier tipo de yugo. ¿Sumar números? Eso solo son matemáticas y no importan, salvo para celebrar con los tuyos la fiesta de la vida. Cuando se muere en tus brazos un ser maravilloso de tan solo 33 años debes celebrar cada hito por dos, recorrer el mundo con el doble de ilusión y no quejarte jamás por cosas superfluas. ¿Qué dirían los que tanto amábamos y hoy no pueden estar a nuestro lado si nos viesen recelando por seguir jugando, mientras solo ganamos? ¡Por ellos, por quienes ya no cumplen años ni sueños, debemos ser eternamente sinceros y felices, en el grado en el que nos lo permita nuestro destino!
Si se pasean por distintos programas de televisión, de esos que nos presentan a grandes voces, a aprendices de amantes, a grandes hermanos o a aspirantes a chef es probable que se sorprendan y que digan en voz alta: “¿37 años? ¡Sí claro, en cada pata!”, “¿Que esa cría tiene 25 años? ¡Madre mía, qué carita de niña!” o “¿Cómo no se le cae la cara de vergüenza mintiendo tan descaradamente con su edad?”. Lo mismo ocurre con actrices, cantantes o famosas reales o de medio pelo a las que llevamos décadas viendo subidas a la fama, aunque sea impostada, y que niegan categóricamente tener la edad que les atribuye Wikipedia. Ellas, porque suelen ser mujeres, a las que siempre se les exige más: mantenerse más delgadas, más jóvenes, más bellas y más etéreas, se pelean cada mañana con la báscula, con el espejo y con el DNI olvidándose de que su público no las ama hoy por lo que fueron ayer, sino por lo que llegarán a ser.
El martes cumplo 39 años y desde esta atalaya solo les pido una cosa: que brinden a mi salud, porque ese es el único regalo y el único miedo certero que tengo. No se olviden nunca de que el alma no se mide en tiempo, sino en sentimientos.
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