Lo ocurrido el 1-O cursa mediática y políticamente en diagnóstico contundente y cerrado: el Estado perdió la batalla de la imagen. Los elementos de prueba se acumulan en las portadas de la prensa nacional e internacional con idéntico motivo: las cargas policiales y la cara oculta de un Estado represor.
A la hora del análisis se impone con ligereza la tesis de que la culpa la tiene el Gobierno o la torpeza de Rajoy como presuntos culpables. Al tiempo, los agitadores del desafío pasan a la historia de nuestros días por finísimos estrategas que han llevado las cosas al terreno que más les convenía, mientras que los servidores del Estado hacían el ridículo en su deber de desguazar los planes de Puigdemont y sus costaleros.
Tengo muchas dificultades para unirme a la corriente general del día después. Me cuesta llegar a esas desalentadoras conclusiones por los efectos indeseables de unas cargas policiales procesadas como actuación desproporcionada de los antidisturbios, recuento de heridos (en realidad, «atendidos»), respuesta excesiva contra pacíficos ciudadanos, cargas innecesarias, etc.
Si me confieso reacio a sumarme al coro de plañideras que en esta parte de la barricada, la que suponemos alineada con la ley y la Constitución, constata el fracaso del Estado y el triunfo del relato independentista, es porque me creo que los servidores del Estado están para cumplir y hacer cumplir la ley, que estamos ante un gran pucherazo y no conviene olvidarlo aunque nos conmuevan las imágenes de la violencia policial, que Rajoy no es Rajoy sino lo que representa como una de las partes chantajeadas del Estado, que el nacionalismo catalán es una facción política y no especie protegida que deba ser mimada, etc.
También me cuesta asumir la visión pesimista que se ha impuesto después del 1-O y sugiere una profunda crisis de régimen de incierto desenlace. Conviene no exagerar las consecuencias de lo ocurrido. Sostengo que el priapismo independentista tiene fecha de caducidad. Todo lo que sube, baja. Y todo lo que se moviliza se desmoviliza. Los agitadores del procès no pueden vivir en un estado de excitación permanente. Sobre todo si se basa, como es el caso, en falacias insostenibles y mentiras repetidas hasta la saciedad. Antes o después esa burbuja ha de romperse a poco que se recomponga el mapa político de Cataluña, vuelva el tiempo de la negociación y las urnas repartan cartas de nuevo.
Lo ocurrido tiene su explicación sin necesidad de fustigarse sobre lo que se pudo hacer y no se hizo en la difícil conjugación de la firmeza con la proporcionalidad de la que siempre habló Rajoy. Es posible que la respuesta al reto se haya pasado de firme. Pero tan malo o más hubiera sido que se pasara de prudente. La imagen de un Estado débil o impotente frente a un chantaje tan descarado hubiera sido mucho más perturbadora, pero igual de excitante para ese coro político y mediático que hoy lamenta la imagen de España como Estado represor.
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