Un hombre normal camina entre la multitud, nada en él llama la atención; andar pausado, ropa vulgar, algo pasado de peso, la típica cara “que ni fú ni fá”… lo dicho, una persona “normal”, tan solo el más avezado de los observadores repararía en la inusitada tensión y firmeza con la que nuestro protagonista sujeta en su mano derecha una bolsa de deportes modelo “Montreal 76”. Sin prisa pero sin pausa se va acercando a su objetivo, a medida que se va aproximando, aumenta el caos de gente y de coches, ve a una señora de edad, dubitativa a la hora de cruzar la carretera, y esbozando una amplia sonrisa, le presta su brazo y su ayuda para cruzar juntos al otro lado, lo que le vale un pellizco cariñoso en su mejilla acompañado de un –menos mal que aún quedan caballeros!! – de la agradecida señora. Pasa por delante de la puerta del recinto que es su destino final, allí la locura es absoluta, una gran masa compuesta principalmente por adolescentes ( y muchos “pre”) de ambos sexos, pugnan por los mejores sitios de la fila; chillidos, histeria, empujones, angustia, algunos incluso llevan acampados allí un par de días para asegurarse de ser los primeros en entrar. Él observa la escena desde una cierta distancia, pensando en si era igual de estúpido cuando tenía esa misma edad, quisiera creer que no, pero sabe que el tiempo tiende a barnizar todo con una pátina de “idealidad”, así que acaba concluyendo que sí, que seguramente se comportaba y hacía cosas con el mismo nivel de atontamiento. El final de estas disquisiciones es acompañado por una nueva sonrisa, pero esta vez no es amplia, más bien se asemeja a una mueca lobuna, mientras ríe, piensa en lo lejos que están todos ellos de imaginar que en breve van a presenciar “el espectáculo de sus vidas”. Rebasa la entrada y se dirige a un lateral del recinto, dobla la esquina y con una mezcla de sigilo y disimulo se planta delante de una de las salidas de emergencia, gira el pomo y confirma lo que ya sospechaba… está cerrada, no hay problema, de un bolsillo lateral de su bolsa de deportes extrae una pequeña “pata de cabra”, con su ayuda y unos cuantos movimientos, la burda resistencia de la puerta acaba cediendo, permitiéndole entrar en el recinto. Una vez dentro, se mueve muy pegado a las paredes, como si quisiera fundirse con las mismas, sabe (porque lo ha estudiado al dedillo) que a pesar de las recientes obras de reforma realizadas en las instalaciones, los sistemas de vigilancia interna son muy anticuados y altamente ineficaces para detectar movimientos cercanos a los muros. El avance es lento, y la tensión hace que acabe siendo agotador, pero finalmente consigue llegar a un par de metros de su siguiente objetivo, una de las torres para luces, y allí se da de bruces con su primer gran problema… un guardia de seguridad. Se detiene, observa, piensa, controla su respiración para que nada delate su presencia y entonces salta como un resorte hacia el guarda, cayendo sobre el como un halcón sobre un pajarillo. El brazo de nuestro hombre se convierte en una bufanda mortal que rodea el cuello del desprevenido vigilante, que tan sólo puede oponer un leve forcejeo a tan inesperado ataque. A pesar de lo violenta que es la situación, nuestro protagonista está muy atento a la presión que ejerce con su presa, no quiere matarlo, él no es su objetivo, tan solo es una persona que cumple con su trabajo, así que cuando la falta de aire provoca su desmayo, lo deposita en el suelo con un cierto mimo, y atándolo y amordazándolo, lo deja en un rincón oscuro en el que sabe a ciencia cierta que tardarán un buen rato en encontrarle. Antes de proceder a la ascensión de la torre de luces, abre la bolsa de deportes y saca un mono azul de los de toda la vida, se lo pone para dar la sensación en cualquier observador curioso, de que es un operario más, realizando sus labores pertinentes. Así pertrechado lleva a cabo la subida, maldiciéndose así mismo entre resoplidos por haberse abandonado tanto en su forma física, aunque finalmente, más mal que bien, y casi al borde del vómito, consigue alcanzar la plataforma superior, sobre la que prácticamente se desploma con la boca muy abierta, intentado a bocanadas recuperar el resuello –¡¡Joder!! Tengo que dejar de fumar de una puta vez- exclama entre toses, mientras se regala unos minutos para terminar de recuperarse y acometer los preparativos finales. De su bolsa saca lo que parece ser un trapo, pero al desenrollarlo frente a si, se revela su contenido…lo que parece ser una extraña colección de piezas metálicas. Al quedar al descubierto, un vahído alcanza su nariz, llevándole un olor familiar que le resulta excitante, es el del aceite que utiliza para la limpieza y conservación de esas “piezas”, que poco a poco y con unos hábiles movimientos producto de las miles de veces que ha llevado a cabo esa misma operación, hasta somatizarla de tal manera que la podría hacer dormido, van conformando un rifle de alta precisión, creado exclusivamente para él por un armero suizo de fama mundial. Le encanta su arma, cada vez que la monta se siente como un artista que acaba de alumbrar una obra maestra, él participo en el diseño junto a Günter de cada una de sus partes, aunando practicidad (todas las piezas son mates para que ningún brillo delate su presencia y posición) y letalidad, cree sentirse preso del “síndrome Pigmalión”, porque está enamorado de su obra. Monta la mira telescópica, cuya óptica es también anti-brillos y hace un barrido sobre la gente para ver que todo está ok, se lo confirma la óptima y nítida imagen del niñato lleno de granos de la segunda fila -vaya careto, seguro que se mata a pajas- piensa a la vez que se ríe de su ocurrencia. Ya solo falta un elemento, que extrae de una cajita tipo “joyería”, porque a fin de cuentas es su pequeña joya…una bala, de formas perfectas, opaca por supuesto (precavido hasta el fin), de cabeza hueca para reventar al impactar con su objetivo, y rematada en su punta con una pequeña muesca en forma de cruz que la hace aún más mortífera. Ya todo está preparado, ¡¡¡ya se acerca el momento final!! ¡¡¡Él se recuesta buscando la posición más cómoda, cuando de repente sus ojos le empiezan a arder por el sudor!!! –seré estúpido, vaya fallo de principiante!, definitivamente me he oxidado- con un jirón del mono improvisa una rudimentaria cinta para el pelo que le ayuda a detener el chorreo, ahora ya si está todo preparado. Se acerca el momento, el dedo acariciando el costado del gatillo, el ojo escudriñando incansable por la mirilla, la palpitación en las sienes, el sabor ocre de la adrenalina en la boca…y de repente oscuridad, grititos histéricos, suena la música, el artista aparece en el escenario envuelto de un espectacular juego de luces y acompañado por los acordes de esa maldita canción, los grititos mudan a una histeria total, en su mira aparece perfecta la cabeza del cantante, ya no hay marcha atrás, ya el dedo reposa totalmente sobre el gatillo, empieza a presionarlo, en el último instante le asalta una duda –¿entenderán mis hijas lo que estoy a punto de hacer? ¿Como me verán, como un loco o como un héroe?- aparta esos pensamientos de su cabeza reprochándose esa última debilidad, y respirando hondo y sin apartar el ojo de la mira aprieta el gatillo, el disparo suena como el trueno de una tormenta de verano. En el escenario la cabeza de Luis Fonsi estalla en mil pedazos provocando que una lluvia de trozos de cráneo, cuero cabelludo, sangre y masa encefálica, se derrame sobre los habitantes de las primeras filas, que empiezan a correr asustados en una avalancha de terror puro, golpes, aplastamientos, se desata el infierno en la tierra!! Sobre la palma de la mano de uno de los asistentes cae uno de los ojos de Fonsi que se le queda mirando fijamente… ¡¡¡¡Justo al que se quejaba de que aquel concierto le había costado un ojo de la cara!!! Empujones, pisotones, gritos y más gritos…y en lo alto de la torre de luces un hombre baila enloquecido una extraña danza de la victoria orlada de cortes de manga, al grito de –¡¡¡JODETEEE FONSIIII, JODETEEEE DESPASIIIITOOO!!!- Todas las armas de los policías y guardas se giran al unísono hacia él, a la vez que empiezan a vomitar fuego sin cesar. Los impactos se suceden, uno, dos, cinco, nueve…pierde la cuenta a la misma velocidad que sangre por las múltiples heridas, pero ya todo le da igual, es feliz, sabe que ha librado al mundo de un monstruo. Sonríe por última vez, todo se va volviendo negro, los sonidos quedan cada vez más lejanos, se va muriendo… despacito… ¡¡¡MECACHIS!!!
OPINIÓN | Jesús Rumbo
Despacito
Eivissa21/07/17 4:00
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