Todos fuimos Miguel Ángel Blanco hace veinte años y todos nos teñimos las manos con su apellido. Con su nombre cosido a la boca y con lágrimas de impotencia asistí el día de su asesinato a mi primera concentración pública. Recuerdo escuchar la radio en la piscina con mis amigas, cruzar juntas los dedos y soñar con que no lo mataran. Recuerdo pedirle a Dios que liberase a un hombre joven y bueno que podría haber sido cualquiera de nosotros. Horas después, mientras jugaba al billar en un bar, enfundada en un vaquero roto y con una camiseta azul que recuerdo con demasiada nitidez, tiré el palo e hice la peor partida de mi vida al sentir el olor de la pólvora en la noticia que nadie quería oír. El dueño del bar sacó un cubo de pintura blanca, metimos todos las manos dentro, lo cerró y llenamos la plaza de nuestro pueblo como si alguien fuese a dar el pregón de las fiestas en un silencio atronador. Recuerdo coger las manos de dos personas que no conocía, alzar muy alto aquellas alas blancas y llorar de impotencia.
OPINIÓN | Montse Monsalve
Manos blancas
Eivissa16/07/17 4:00
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