Asistí a la exposición de Vanesa de Moutas en Can Tixedó. Daban ganas de zambullirse en sus azules submarinos y salir acunado por una sirena que devora estrellas mientras juega con nuestro voluble corazón.
Pero las predadoras realmente estaban brindando en la barra. Si en el vecino Buscastell los torrentes han arrasado paredes y arboledas, en el bar comprobé cómo la irresistible marea femenina había dejado en casa a sus maridos, cuidando de los churumbeles. «¡Qué espléndida liberación!», decían ellas, que siempre han mandado.
Una rubia indómita con melena de leona del Kalahari portaba una petaca de tequila en lugar de cinturón de castidad; otra rubia, más vaporosa, me confesaba que la luna llena la excitaba; una tierna marinera, recién llegada de Goa, me dijo que mandó al cuerno la prisión del ashram (fue la excusa marital del viaje en solitario) porque descubrió que se meditaba mejor nadando en las playas del Sur.
Nadie hablaba de fútbol ni de política; pero tampoco de pañales o biberones. Las conversaciones iban por los lunáticos derroteros que desbordan el delta de Venus, donde la mágica intuición manda mejor que la lógica cartesiana.
Naturalmente los machos presentes asistíamos fascinados a una clase de lo más aleccionadora para la supervivencia del zángano.
Me di cuenta de que las modernas al.lotas ya no necesitan siquiera preparar el tragu (un cocktail ancestral que mezclaba hierbas secretas con unas gotitas de sangre menstrual) para domar la rebeldía del marido.
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