Los ibicencos no nos cansaremos nunca de proclamar a los cuatro vientos que existe una Eivissa que no aparece en los grandes medios de comunicación ni en las ferias internacionales de turismo. Una Eivissa de la que sentirse orgulloso y que muestra todo su esplendor cuando los hoteleros cierran las puertas de sus establecimientos a mediados de octubre. Sin embargo, los turistas no tardan demasiado en descubrir otra de las caras de la isla que tampoco se muestra en los folletos de propaganda ni en los publirreportajes que diarios de gran tirada publican a cambio de dinero público. Eivissa huele mal. Y su ciudad es su máximo exponente. Lo fácil sería culpar a los políticos y a la empresa que durante años se ha encargado de la ‘limpieza’, pero no lo voy a hacer. Tengo clarísimo que si pasear por las calles de Vila en ocasiones provoca un asco profundo la culpa la tienen sus ciudadanos. Y yo el primero, por no llamarle la atención al fumador que tira el plastiquito del paquete de tabaco recién abierto al suelo. O por morderme la lengua cuando los trabajadores acaban de desayunar y prefieren lanzar la lata de refresco y el papel de plata del bocadillo diez metros más lejos de donde están antes que tirarlos a la papelera. O aquel adolescente que saca a pasear al perro y vuelve corriendo a casa para seguir jugando con su teléfono móvil antes de recoger la mierda con la que su mascota ha ‘decorado’ la calle. O nos ponemos todos las pilas ya o esta ciudad y esta isla se van a pegar una leche de campeonato. A lo mejor entonces, cuando ya no haya nada que hacer y los residentes caminemos entre nuestra basura, los turistas ya se habrán marchado.