Una vez robaron en la librería cercana al kiosco en el que trabajaba mi madre. Era su competencia más directa y jamás le vi muestra alguna de alegría, al contrario, se solidarizó con sus propietarios y les brindó su ayuda y prensa. Se quemó el concesionario de otra marca dispar a la del de mi hermano y les ofreció sus instalaciones y una peluquería cerró, porque no podía teñir los números, y mi hermana acompañó a su dueña a encontrar un nuevo empleo. Una abogada tuvo un juicio y sus compañeros de toga estuvieron a su lado, como ocurrió con aquel médico o aquella enfermera a los que denunciaron por una supuesta negligencia que olía más a frustración y a dolor que a falta de praxis. Un agroturismo con el 100 por ciento de ocupación manda semana sí, semana también, clientes al del al lado y un restaurante conocidísimo de Vara de Rey invita a sus comensales a probar las maravillas gastronómicas de los jóvenes de la acera de enfrente. Son historias de gremios, de profesionales que creen que la rivalidad se demuestra mejorando, entrenando y corriendo y no haciendo zancadillas ni celebrando caídas ajenas.
No saben la envidia que me da ser espectadora de su día a día. Me provocan una sonrisa irónica, de esas tristes de ojos abiertos, porque no se extrapolan al periodismo; a los míos. Como hienas que se carcajean ante el error del compañero, somos los únicos que derribamos amistades incipientes por un titular, o sacamos los colores a otros, sin darnos cuenta de que con ello enseñamos nuestras propias vergüenzas en artículos de opinión y noticias sesgadas. Somos cainitas que en las ruedas de prensa apenas nos saludamos, y consideramos débiles a los que son amigables porque con la simpatía no se alcanzan las exclusivas.
Generalizo pero les confieso que me niego a ser parte de este circo de «mala leche» y prefiero ser vista por los sectarios como una mala periodista si eso significa ser buena persona. No comulgo con sus «ostias», lo lamento pero no verán que de mi pluma brote ningún descalificativo, ni grotescas ironías contra quienes hacen algo tan noble como informar, entretener y acompañar, aunque a veces olviden alguna de sus premisas. Durante mi carrera he visto y leído textos concebidos con la intención de alimentarse de los cadáveres caídos, o de cazarlos en un renuncio, y siempre he sentido una profunda lástima por quienes consideran que el amarillo o el rojo son colores más periodísticos que el negro.
He tenido que tragarme sarcasmos sobre mi manera de trabajar y descalificativos por hacerlo en castellano, emitidos por cierto en la misma lengua que sí, es de aquí, y sí, es también nuestra. Como muchos de ustedes saben yo soy de Aranda de Duero, Burgos, con sangre catalana y manchega y afortunada de vivir en Ibiza desde hace 13 años. Me considero de estas cuatro tierras por igual y las amo con idéntico respeto. Entiendo y hablo en la intimidad un ibicenco «de andar por casa», y respondo siempre en la lengua en la que me hablan. En las entrevistas que he hecho durante más de una década siempre he invitado a quienes se sientan en la otra silla a responder como más cómodos estuviesen y es que, precisamente, creo que es ahí donde reside la maravilla del bilingüismo: en la convivencia armónica de dos idiomas en los que no hay imposiciones sino entendimiento. Así que lo siento, no soy menos periodista ni menos de Ibiza por no escribir en ibicenco ni por huir de la "mala baba". Llámenme rara pero vengo de una familia y un pueblo en el que me dijeron que para ser bueno en cualquier profesión había que ser, precisamente, en primer lugar y sobre todas las cosas, "bueno". Y para mí quienes han escogido un camino tan duro, poco agradecido y mal pagado como el mío, merecerán siempre el respeto de mis letras y no tendrán más que este tenue tirón de orejas. Sigamos dando voz a quienes más lo necesitan y callando de vez en cuando, siempre y cuando la verdad nos lo exija.
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