Un informe realizado por las principales ONG’s que asisten a las personas que no tienen hogar arrojaba hace dos años unos datos preocupantes. Vivir en la calle mata. La esperanza de vida de las personas que no tienen un techo donde resguardarse es, de media, hasta 20 años inferior que las que sí que lo tienen. El dato es impactante. Sin embargo, pasó casi inadvertido mientras la sociedad mundial continuó debatiendo si el chorizo o las ondas electromagnéticas de los teléfonos móviles provocan cáncer. Y, entre informe e informe, los políticos han pasado siempre de puntillas acerca de este tema, con algunas propuestas pero sin poner en marcha medidas que realmente ayuden a estas personas a abandonar la calle y formar parte de una sociedad que siempre les ha dado la espalda. Hace unos días tuve la oportunidad de compartir una noche con tres voluntarios de la Unidad Móvil de Emergencias Sociales (UES) de la Cruz Roja. Una minoría de personas que renuncian a pasar ciertas noches a la semana cómodamente sentados en su sofá y recorren las calles de Vila para repartir comida, conversación y cariño entre aquellos que no tienen ni familia ni amigos. Con suerte, algunas de estas personas pueden pasar la noche en el albergue municipal pero la sensación de dormir arropados y bajo techo dura hasta que tienen que abandonarlo días después porque no hay sitio para todos. La labor de los voluntarios de Cruz Roja es encomiable pero no deja de ser un pequeño parche de un gran problema que todos tenemos más cerca de lo que pensamos. Todas estas personas no nacieron en la calle. La mayoría tuvo en el pasado una vida normal como cualquiera de nosotros. Una familia, unos amigos y hasta un trabajo hasta que una cadena de circunstancias los llevaron a un callejón del que la mayoría es incapaz de salir sin ayuda.