Echo de menos a los niños. No a los míos, porque todavía no soy padre, sino a los niños que jugaban en la calle. ¿Se acuerdan de ellos? Estaban en cada plaza, parque o callejón con sus balones de fútbol, sus canicas o saltando a la comba. ¿Alguien sabe dónde se han metido? Esa misma pregunta se la hice a un hombre mayor vecino mío. La verdad es que se quedó muy sorprendido cuando se lo solté, no se lo esperaba. Pero diez segundos más tarde me dijo que los padres los tenían encerrados en las academias de repaso, en las escuelas de idiomas, en los polideportivos y, en el peor de los casos, frente a un televisor o una consola.

Muy a menudo me viene a la memoria aquella algarabía que montábamos los chavales jugando al fútbol en medio de la calle y dando balonazos a todo lo que se movía (ancianos, coches, motos aparcadas, escaparates y papeleras, básicamente). ¿No preferirían oír las risas de niños divirtiéndose al ruido del tráfico? Es obvio que aquella actividad entrañaba peligro para todo aquel que se acercara, pero sin la presencia de aquellos jóvenes en nuestras calles creo que poco a poco estamos perdiendo humanidad.

Una señal para la esperanza es la súbita pasión que los niños han descubierto con las peonzas de plástico, una diversión olvidada hace más de dos décadas que vuelve a estar de moda. Ya sólo nos queda que las plazas vuelvan a llenarse de gente intercambiando cromos. Si algún día tengo hijos les aseguro que seré el primero en echarlos de casa para que bajen a jugar a la calle, haga frío, calor o esté nevando. Eso sí, tampoco hay que llegar a las guerras de piedras que antaño disputaban los jóvenes de los distintos barrios de Vila, entonces las farmacias tendrían el negocio asegurado.