Durante mi adolescencia en una barriada popular de Madrid se pusieron muy de moda los recopilatorios de pachanga y música dance veraniega ‘Ibiza Mix’. Supongo que fue en aquella época, entre los años 96 y 98, cuando comenzó mi idilio con la isla blanca. Entonces vi cumplida la primera parte de mi sueño cuando mis padres escogieron Eivissa para viajar en vacaciones durante dos veranos seguidos.

Como todavía mantenían ese punto intrépido que les había llevado, lustros atrás, a recorrer la Costa Brava haciendo autostop, decidieron que un alojamiento acorde con el destino era el camping de Es Canar. De aquella época recuerdo especialmente a los artistas callejeros que dibujaban con sprays y un puñado de moldes auténticas obras de arte, y a los caricaturistas del Passeig de ses Fonts de Sant Antoni. Bucear en cala Xarraca, los mercadillos hippies, las callejuelas de Dalt Vila y el arroz negro son otros de esos flashes que me vienen a la mente con especial cariño. Y la música. El elegante deep house que desde entonces se apoderó de mi walkman primero, de mi discman después, y de mi smartphone hoy en día. Para un joven madrileño que empezaba a coquetear con la música electrónica Eivissa era, sin duda, un paraíso en la tierra.

Durante los primeros años del nuevo siglo afiancé mi romance con la isla, pero solo de oídas. En la distancia, como dos adolescentes que se enchochan por internet sin haber sentido jamás el roce de su piel. Todo cuanto observaba, leía y escuchaba sobre Eivissa liberaba mariposas en mi estómago. Y como por arte de magia, casi sin buscarlo, se me presentó una nueva ocasión de conocerla en profundidad. Llegó mi oportunidad y en 2007 me planté en la isla con un macuto cargado de sueños. El tiempo pasa, nos hacemos mayores y perdemos ese encanto. El amor se apaga... Entonces desempolvo mis viejos ‘Ibiza Mix’ y recupero la ilusión.