¡Pues bien! Los marcianos éstos, cuyo semblante es pálido, blanquecino y de aspecto terrorífico, acaban de llegar a nuestro planeta isleño, posando sus naves sobre nuestro territorio, y concretamente aterrizando de pleno en nuestra tierra, pues imagino que si lo que estos hubieran invadido hubiera sido Marte, sería más bien un amarizaje, por lo mismo que si lo fuera en la luna sería un alunizaje, aunque esta última forma de aterrizar también la practiquen a la perfección los llamados aluniceros; otro tipo de marciano repugnante, que si bien no es tan terrorífico como los anteriores, sí resulta letal para los escaparates de algunas tiendas, por la voracidad y destreza a la hora invadir su espacio, y de arramblar con todo lo que pillan en menos que canta un gallo.
Por el contrario, los otros, los anteriores marcianos, sí suponen un grave peligro, puesto que no solo su aspecto resulta terrorífico, por la lividez de su rostro, que por cierto, hay que decir que suele transmutar al cabo de unos días a un rojo intenso, probablemente debido a la abundante ingesta no solo de nuestro sol, sino también, a la de algunos productos de uso típico, o mejor dicho atópico, cuyas sustancias tóxicas, hacen que el rostro de los mismos cambie de expresión y se asemeje a la misma que se le queda a un político que acaba de perder unas elecciones, sean las que sean. De alucinado, para que me entiendan mejor. Pues bien y volviendo al asunto, estos marcianos no solamente traen consigo toda una serie de costumbres de difícil desarraigo, como es el caso de comer a la hora de cenar y cenar a la hora de comer; lo que suele provocar verdaderas dosis de nerviosismo e incomprensión, entre los lugareños que los sirven, sino que por el contrario, se obstinan en hacer prevalecer las suyas propias, incluso su idioma que generalmente suele ser inteligible al principio, pero que con el paso de las horas, y ya cayendo la noche y más aún, sobreviniendo la madrugada, acaba por convertirse en sonidos guturales del estilo más o menos así: «Gruññ» «glegle» «sevesa», por lo que ya pueden ustedes imaginar el miedo que ha de suponer para un terrícola, como es nuestro caso, el encontrarse a esas horas con un ser como ése, en pleno estado de transmutación en un callejón oscuro, o en cualquier vía, a la luz de una farola de leds, colocada por alguna corporación en su día y que no alumbra lo que un mechero. El asunto, que tiene miga, han de saber también, que es grave, dado que este tipo de ser, además de ocupar grandes zonas del territorio, también lo habita, cohabita, coexiste y hasta copula conjuntamente, y se reproduce, en idéntica forma en habitáculos, también al margen de la ley, y que carecen de los mínimos requisitos, para que este tipo de ser pueda ser vigilado y controlado, por lo que se hace sumamente peligroso al resto de seres que habitan la zona dada su actitud invasora. Además, son terriblemente voraces por cuanto saturan las vías de acceso, recursos hídricos, así como fomentan la proliferación de restos insalubres, que suele dispersar a lo largo y ancho del territorio que ocupa impunemente. Su localización suele ser sumamente sencilla, pues basta con seguir las naves nodrizas - también ilegales- que los portan, así como dejarse guiar por la estridencia de sus aquelarres, también llamados fiestorros, y que no son más que una invocación a sus dioses, o incluso a sus propias madres que los parieron, si ustedes me lo permiten.
Afortunadamente, nos han dicho las autoridades, que nada hay que temer al respecto, y que tan solo es cuestión de tiempo, más bien, de temporalidad, que los susodichos invasores, abandonen nuestro territorio, así como su actitud incursiva y devastadora, de nuevo en sus naves, para volver a la normalidad, por lo que podemos dormir tranquilos, mientras amanece un nuevo día en el horizonte, los cielos son despejados, y corre una ligera brisa que hace que las banderas de nuestros edificios gubernamentales ondeen su felicidad, así como su ignorancia y su incapacidad ante tal invasión, al viento.
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