El juego limpio es la base del deporte. El linimento que sostiene la columna vertebral de toda actividad física con o sin vertiente competitiva. El ‘fair play’ es una ley no escrita que va más allá del reglamento de cualquier disciplina y que hace referencia a un comportamiento leal, sincero y correcto hacia el compañero y hacia el propio espíritu deportivo. En ocasiones, este respeto se fractura por uno u otro motivo causando un profundo perjuicio para todas las partes implicadas. El infractor, una vez destapada la ‘trampa’, suele provocar un profundo desafecto en su entorno y rara vez consigue ocultar su fraude. La sociedad, en general, y los afectados, en particular, persiguen la verdad. Por dolorosa que resulte. La historia del deporte está salpicada de casos de juego ‘sucio’ que a todos nos abochornan. Por cercanía en el tiempo y profunda decepción personal me viene a la mente el del ciclista norteamericano Lance Armstrong, quien años después de lograr sus 7 Toursde Francia confesó que en todos ellos se había dopado.

El entorno del baloncesto balear y, más concretamente, del basquet insular respira un tufillo ciertamente putrefacto por circunstancias que muchos conocen y (casi) todos callan. Suele ocurrir cuando ciertos mandatarios se encadenan a perpetuidad en sus tronos impidiendo que entre aire fresco. Los vicios adquiridos durante años y el amiguismo (o clientelismo) se adueñan de la estructura y acaban por dañar los cimientos de ese deporte. Cuando esto ocurre, lo último que deberían hacer miembros responsables de ese colectivo es encubrir la infracción. Sobre todo porque la parte afectada, los chicos y chicas que practican deporte, es precisamente la que mejor conoce esa ley no escrita que llamamos juego limpio.