El presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, ha pronunciado su discurso de despedida del cargo que dejará de manera oficial el próximo martes en manos de su sucesor, Barack Obama, al que dedicó encendidos elogios y los mejores deseos para su mandato en un ejercicio de cortesía política insólita en la todavía joven democracia española.
Bush no se ha desviado un ápice del discurso tradicional que ha mantenido durante sus dos mandatos, en especial desde el atentado del 11-S, y que se ha convertido en una constante de su política exterior. En su análisis apenas hay lugar para la autocrítica o para admitir errores en las campañas bélicas en Afganistán e Irak, cuyo saldo de muertes no cesa y los objetivos políticos que las justificaron están lejos de cumplirse. Al Qaeda y su líder, Bin Laden, siguen sembrando el terror donde pueden y la eliminación de Sadam Hussein no ha acabado con la inestabilidad política en Irak.
Nunca un presidente norteamericano había llegado al final de su estancia en la Casa Blanca con unos índices de popularidad tan bajos como los alcanzados por George Bush, una figura controvertida lastrada por la generación unilateral de guerras, a las que arrastró a sus aliados más incondicionales desoyendo las recomendaciones de la ONU, y, por supuesto, la grave crisis económica que empezó, precisamente, en Estados Unidos cuando fracasó la estrategia de la Reserva Federal y que ha acabado empobreciendo a millones de hogares americanos.
Bush vive sus últimas horas en la Casa Blanca, el mundo espera con ansia si Obama es capaz de cambiar las balas por el diálogo, la guerra por la paz.
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