El primer enfrentamiento armado del siglo XXI en suelo europeo presenta una serie de complejidades de difícil resolución, amén de la tragedia que supone cualquier guerra por la pérdida de vidas humanas que conlleva y los consiguientes dramas familiares y personales que arrastran miles de personas, muchas de las cuales poco o nada tienen que ver con las disputas que originan el escenario bélico.

Rusia se enfrenta a un tradicional aliado de los Estados Unidos, la república de Georgia, por la independentista región de Osetia, sobre la que considera que tiene todos los derechos. La lucha es desigual, puesto que los georgianos nada pueden hacer frente al poder ruso si no cuentan con las aportaciones de sus aliados. Pero ni EE UU ni la Unión Europea (UE) están en condiciones de hacer frente a Rusia ni de poner en peligro un tradicional paso de suministro de hidrocarburos. Por eso se ha optado por la vía más razonable, la diplomática, camino que hay que agotar porque las consecuencias de ir más allá son tremendamente peligrosas. Irían desde una reedición de la Guerra Fría, en el mejor de los casos, a escenarios en los que es preferible ni siquiera pensar.

Es cierto que Naciones Unidas, en sus primeros intentos, no ha conseguido adoptar una posición que sea asumible por parte de los miembros del Consejo de Seguridad, pero esto no quiere decir que no haya que seguir intentándolo.

Con hallarnos ante unas circunstancias muy complicadas, aún no estamos ante una situación sin salida. Pero es preciso conseguir llegar a acuerdos con ambas partes con una altísima implicación de la comunidad internacional para poner fin a esta insostenible crisis.