Sorprendente ha resultado la advertencia del Comité Olímpico Internacional (COI) respecto a la conveniencia de que los atletas se abstengan de realizar comentarios políticos aprovechando su participación en las XXIX Olimpíadas que se celebran en Pekín, una recomendación que, como mínimo, se tiene que considerar inoportuna atendiendo al manifiesto desprecio a los derechos humanos del régimen comunista chino, que trata de lavar su imagen internacional mediante este importante acontecimiento deportivo de repercusión mundial.

La carta olímpica en la que se quiere amparar el COI no se puede utilizar para imponer un manto de silencio frente a la realidad política de China, una actitud en la que ya se están produciendo importantes desmarques por parte de deportistas comprometidos que están dispuestos a hacer pública su discrepancia frente a los dirigentes chinos y aprovechar la plataforma publicitaria de los Juegos. En este sentido contrasta la tibieza del Gobierno español, que por medio de su vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, se ha alineado con las tesis del COI y envía una representación oficial del máximo nivel encabezada por los príncipes de Asturias. A la vista de cómo están las cosas, una actitud de mayor prudencia y distancia de España habría sido más comprendida que el hecho de querer desviar la mirada respecto a lo que sucede más allá de la Villa Olímpica. Es una simple cuestión de coherencia.

Todo indica que el interés económico que despierta en Occidente la pujanza de China se antepone a la denuncia de la permanente vulneración de los derechos humanos en aquel país asiático, una actitud que, por fortuna, un juez español de la Audiencia Nacional palía, en el caso español, al admitir la denuncia contra el Gobierno chino por la represión en el Tíbet.