En el Tratado de Roma de 1957 que dio origen a lo que hoy es la Unión Europea se establecía el principio de igualdad de remuneración entre mujeres y hombres por el mismo trabajo, especificándose la obligación contraída por los Estados miembros de garantizar dicho principio. Cincuenta años después, persiste la discriminación salarial que sufren las mujeres en el conjunto de la UE. Las mujeres ganan de media un 15 por ciento menos que los hombres, aún teniendo un mayor nivel de preparación académica y, lo que es más preocupante, no existen actualmente indicios de que esa brecha tienda a reducirse. De hecho, dicha desigualdad sólo se ha reducido dos puntos desde 1995.
Estos datos remiten al sector público, puesto que en el ámbito de la empresa privada las mujeres llegan a cobrar de media hasta el 25 por ciento menos que sus colegas masculinos. Conscientes de la magnitud de un problema casi inimaginable en pleno siglo XXI, los responsables de la Comisión Europea han iniciado una campaña que persigue acabar, o cuando menos limitar, esa imperdonable discriminación femenina, una discriminación que no sólo alcanza a los salarios sino que se refleja también en una menor valoración de loas profesiones, o funciones, mayoritariamente femeninas, o en la segregación de las mujeres hacia determinados sectores en los que las remuneraciones son más bajas.
Corregir tanta desigualdad no sería en principio difícil, puesto que existe suficiente legislación, y jurisprudencia, al respecto. No obstante, falta tal vez concreción en las normativas y voluntad a la hora de aplicarlas. En suma, lo de casi siempre.
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