Los españoles, hombres y mujeres, nos estremecemos cada vez que el telediario nos muestra un nuevo crimen contra una mujer perpetrado por su ex pareja. Lo continuo de estos casos no consigue limar la sensación de horror que se nos queda en el cuerpo al pensar que una persona pueda acabar su vida de esta manera, muchas veces en presencia de los propios hijos, en un derroche de crueldad y violencia completamente inasumibles. Pero la sorpresa nos golpea esta semana con la noticia que nos indica que España es, precisamente, uno de los países del mundo con una tasa más baja de asesinatos de este tipo. Hemos tenido que leer dos veces el titular, porque no dábamos crédito. Y, ojo, Finlandia, por ejemplo, triplica prácticamente el porcentaje español, que Dinamarca duplica (según datos de 2003). Es decir, los países más civilizados del mundo, hacia los que todos miramos para aprender, ostentan el dudoso honor de acoger entre sus ciudadanos a un mayor porcentaje de «feminicidas». Si buscamos una explicación obvia al fenómeno, enseguida podríamos deducir que los países donde más rápida y eficazmente se ha emancipado la mujer son los que sufren con mayor dureza el problema de los «machos» incapaces de asumir la situación, que resuelven el asunto a punta de pistola o de navaja. Pero América Latina sufre con especial virulencia esta lacra, alcanzando al 40 por mil de las mujeres -la media mundial está en el 20 por mil-, mientras la media europea se queda en un preocupante 12 por mil. España, casi incomprensiblemente, en el 7'75 por mil. No se trata pues de venganzas por la emancipación de la mujer -Latinoamérica está en la prehistoria en este campo-, sino en la reproducción secular de un modelo machista de la sociedad que sigue en pie y, contra toda lógica, se perpetúa a diario, incluso entre los más jóvenes, en todas partes.