Desde el mismo día de su creación como Estado, en 1948, Israel siempre ha mantenido relaciones imposibles con sus vecinos árabes. En ocasiones ha tenido que librar batallas defensivas y en otras ha mostrado una voracidad bélica sin parangón. La crisis actual, la guerra no declarada en el Líbano, es consecuencia directa de tantas décadas de matanzas, atentados y sangre derramada en ambos bandos, el judío y el árabe. Sin embargo, la ofensiva militar actual contra Hezbolá no guarda proporción con el detonante de toda esta crisis: el secuestro en la frontera de dos soldados judíos. Es lógico que Israel, como Estado soberano, pueda defenderse de ataques, pero no lo es que lo haga con virulencia desmedida. Además, el sufrimiento se está cebando con los civiles (como ocurre siempre en los conflictos armados) y ya son más de medio millón de personas las desplazadas en el Líbano, un país que tras décadas de guerra civil se estaba recuperando económicamente y veía la luz al final del túnel. Ahora, la fuerza aérea y la artillería israelíes han arrasado de nuevo Beirut y las infraestructuras del país, haciéndolo retroceder muchos años. La respuesta de la comunidad internacional ha sido tímida y tardía y el papel de la ONU, supeditado al veto impuesto por los EEUU, ha quedado otra vez en entredicho. La sombra del Holocausto pesa todavía demasiado y parece que no es políticamente correcto criticar sin ambages los excesos bélicos de Israel, un país que por otra parte lleva décadas sufriendo un terrorismo islamista salvaje. Ya es hora de que Palestina sea un Estado independiente y de que Irán y Siria dejen de financiar a Hezbolá. Pero sin duda la actitud tan desmedida de Israel no aporta ni un poco de luz a la oscuridad que se cierne sobre Oriente Próximo.