En demasiadas ocasiones la sociedad tiene la irritante sensación de que el sistema judicial funciona a años luz de la realidad que pisamos los demás, que quienes deciden sobre la vida y la libertad de las personas implicadas en asuntos delictivos están alejados de la sensibilidad de la mayoría de los ciudadanos. Ocurre periódicamente en sonadas sentencias, en las que los jueces han pronunciado dictámenes ofensivos hacia las víctimas y otras, en las que los acusados salían airosos de situaciones complicadísimas sin aparente explicación.

Ahora se produce en nuestro entorno más cercano un nuevo caso que podría derivar en un escándalo de profundas dimensiones. Los capos del narcotráfico de Son Banya a quienes el fiscal anticorrupción solicitaba, en principio, penas que suman 169 años de cárcel e indemnizaciones por valor de 275 millones de euros -por delitos contra la Hacienda pública y por blanqueo de dinero procedente de la compra-venta de drogas-, podrían eludir la cárcel e incluso el juicio gracias a un acuerdo entre la propia Fiscalía y los abogados defensores de los acusados.

Sabemos que este tipo de pactos son posibles y legales, pero no deja de resultar indignante que poderosos narcotraficantes se valgan de sus influencias para conseguir privilegios que otros delincuentes no logran. Los ciudadanos no lo comprenden y, desde luego, no lo secundan. Quizá, después de todo, las acusaciones sean infundadas, a pesar de las pruebas, y los acusados salgan libres, pero la celebración de un juicio justo es necesaria, máxime cuando se trata de unos delitos que provocan alarma social y que tienen consecuencias muy directas, de cariz dramático en muchos casos, para miles de familias que se han visto inmersas en el mundo de la droga.