El Parlamento francés ha decidido prolongar durante tres meses
el estado de emergencia en el país para tratar de controlar la ola
de violencia que ha asolado casi trescientas ciudades y ha dejado
tras de sí, a pesar de que va remitiendo, un reguero de daños y
detenciones impresionante. El Gobierno conservador ha tenido que
rescatar una ley de 1955, cuando el país enfrentaba el punto más
álgido del conflicto argelino, para hacer frente a una situación
inédita que ya preocupa en toda Europa.
La población apoya mayoritariamente la política de «mano dura»
desarrollada desde el poder, sin duda necesaria para acotar la
violencia, pero eso no servirá para remediar los orígenes de este
pulso de la juventud contra el poder y contra una sociedad que no
comprende. De hecho, los expertos todavía se preguntan cuáles
pueden ser los verdaderos motivos que han provocado esta situación
inesperada y se apuntan, además de la marginalidad, el racismo, el
paro y la discriminación que sufren los hijos de los inmigrantes,
algunas otras causas tan sorprendentes como la poligamia.
La gran Francia vive horas bajas. Su celebrada cultura y su
espíritu democrático secular empiezan a distorsionarse bajo la
lente de unos hechos que denotan, sobre todo, la incapacidad de los
franceses de asimilar la diversidad cultural, religiosa y racial de
la Francia de hoy. Quizá el legendario afán de los gobiernos
franceses desde Napoleón por uniformizar a todos sus ciudadanos
esté en el fondo de este problema: millones de magrebíes, de
ciudadanos originarios del Àfrica negra y muchos franceses de
algunas regiones con cultura e idioma propios no quieren la
uniformización y eso no lo solucionarán los toques de queda ni las
expulsiones.
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