El año político empieza con jugo y seguramente va a seguir así.
La aprobación en el Parlamento vasco del Plan Ibarretxe para
reformar el Estatuto de Guernika precisamente con el apoyo de tres
votos del grupo abertzale -con la insultante intervención de
Arnaldo Otegi leyendo un mensaje del etarra Josu Ternera- ha sido
el detonante de toda una tormenta de declaraciones, visiones y
peticiones de muy diverso signo. Probablemente en vano, porque el
proyecto soberanista del lehendakari seguirá su proceso natural y
será rechazado de forma contundente en el Congreso, si es que llega
a esta instancia, donde pasará a mejor vida.
Pese a ello, constituye una llamada de atención, un foco sobre
el que fijarse y reflexionar, porque suenan campanas de cambio, de
exigencias nacionalistas y de tensiones territoriales en esta
España que ha entrado en el siglo XXI queriendo quitarse algunos
corsés de tiempos pasados. No es momento de bravuconadas, de
amenazas y de retos de esta magnitud. Al contrario, en un país en
el que se perfila un bipartidismo frontal, sería deseable acometer
este tipo de reivindicaciones -legítimas, desde luego- con espíritu
de concordia. El diálogo debe ser el paso obligado. Escuchar,
escuchar y escuchar. Y después negociar si es necesario.
Porque no se pueden rechazar de plano -como hace a veces el PP-
cualquier ambición nacionalista procedente de regiones que ya han
tocado techo en su desarrollo autonómico actual y únicamente desean
seguir avanzando para mejorar las condiciones de vida de sus
habitantes.
Por eso los grandes partidos deberían dejar esa guerra de
declaraciones y posturas enfrentadas de cara a los medios de
comunicación para sentarse frente a frente y plantear con la máxima
seriedad, sin prisas y sin prejuicios un asunto que no es pasajero
ni superficial.
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