Las Pitiüses viven en torno al desarrollo viario un desencuentro preocupante que está poniendo en juego el avance en infraestructuras más importante de la historia reciente. Por lo visto y leído en las últimas semanas se puede hablar ya de una crispación sin precedentes, hasta el punto de que la situación puede ser el adelanto de un grave desgobierno efectivo en muchas otras facetas sociales si a partir de este momento cada una de las propuestas de las instituciones públicas puede ser contestada y neutralizada por movilizaciones sociales. Pero ojo, tan malo es gobernar sin sensibilidad como permitir que cualquier oposición altere planes que se suponen necesarios, aunque tengan un coste. Precisamente, el pulso entre las instituciones y la oposición a los proyectos se ha ido agriando en virtud de dos factores: por un lado, por la incapacidad del Consell de conectar con esa parte de la ciudadanía y por otro por la intransigencia de la plataforma a la hora de discutir los planes en sí y proponer alguna alternativa válida que dé pie a una salida de la crisis que se vive en estos momentos.

El ambiente actual está haciendo olvidar muchas cosas, que conviene tener muy presentes antes de permitir que la situación empeore: hasta hace poco más de un año sólo los más reaccionarios, aquellos que viven en la utopía y la irrealidad, se atrevían a asegurar que las Pitiüses no necesitaban arreglar su red viaria, una amalgama de carreteras peligrosas, anquilosadas e, incluso, irracionalmente configurada, pero, sin embargo, hoy por hoy son muchas las voces que reivindican la inacción, sea por estar directamente afectados por los proyectos a desarrollar, por mantener un pulso constante al poder político del Partido Popular o, simplemente, por anteponer un sueño a la cruel realidad.