Aunque parecía que no iba a llegar nunca, ya ha ocurrido. El día
de la boda real. Y aunque los medios de comunicación se hayan
explayado a gusto en los aspectos más populares y festivos del
acontecimiento, lo cierto es que detrás de estos esponsales hay
también una enorme carga histórica e institucional. Porque, nos
guste o no, la Monarquía aposenta toda su razón de ser en el
sentido hereditario, y a pesar de que hace mucho que los reyes
dejaron de serlo por gracia divina, sí continúan siéndolo por
cuestiones de sangre.
De ahí la urgencia de muchos monárquicos por que el Príncipe
escogiera esposa y tuviera descendencia. Pues bien, el primer paso
ya lo ha dado. Y ahora, hasta que nazca su primer hijo -o hija,
veremos-, la línea sucesoria seguirá tal cual está, es decir, por
la vía lateral que representan sus hermanas y los descendientes de
éstas.
Así las cosas, esta mañana ese «sí, quiero» tan esperado
significará mucho más que la unión de dos jóvenes enamorados. El
príncipe Felipe es el continuador de una dinastía y, más
cercanamente, de su padre. Y ahí es donde encontrará su mejor
ventaja y su peor inconveniente. Porque don Juan Carlos, que llegó
al cargo impuesto por un dictador, ha sabido ganarse a pulso su
puesto y el respeto de todos los ciudadanos -incluso de muchos
republicanos-, por sus decididas actuaciones en defensa de la
democracia en momentos tan delicados como la Transición y el golpe
de Estado del 23-F. A don Felipe, en cambio, «le tocará gestionar
la normalidad», como dijo Sabino Fernández Campos, y en esas
circunstancias es más difícil ganarse la admiración de todos. Pero,
en contrapartida, tendrá enfrente a su padre, un ejemplo impagable,
del que aprenderá el oficio de ser rey.
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