En junio de 1944, una conferencia de 45 países convocada por Naciones Unidas en Bretton Woods significó el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI), al que seguiría poco más de un año después la creación del Banco Mundial. Desde entonces, las dos grandes instituciones económicas vienen perfilando la economía mundial siempre sometidas a unas críticas que les censuran el doblegarse exageradamente a los avatares de la economía de mercado, sin prestar una atención similar al proceso de desarrollo de países menos afortunados que desearían poder incorporarse a la misma. Dicho de otra manera, y especialmente referido al FMI, se le acusa de ser un organismo al servicio de los intereses económicos de las naciones más poderosas que tan sólo se preocupa de las cuitas de las más pobres cuando ello es susceptible de causar un desequilibrio o una crisis que de una u otra forma afectaría al orden económico mundial. Esa especie de «fundamentalismo de mercado» -en expresión del Nobel disidente Joseph Stiglitz- sitúa hoy al FMI en el centro de una polémica que le ha llevado a ver menoscabado su prestigio. La incapacidad del FMI a la hora de pronosticar el hundimiento económico de los países del sureste asiático, o de Rusia, cuando se habían anunciado períodos de bonanza en esas zonas, puso de relieve las limitaciones de una política económica que, fiándolo todo a recetas ultraliberales, fracasa en lo esencial: la atención a países que persiguen un desarrollo para el cual dichas recetas resultan inútiles. Es por ello que a los nuevos rectores del FMI, a la cabeza de los cuales figura Rodrigo Rato, les espera una ardua tarea, cuyo principal capítulo consistiría en retornar a la institución buena parte del crédito perdido en los últimos años.